viernes, 23 de diciembre de 2016

LUCIÉRNAGAS


Toda la avenida era una fiesta, los árboles se llenaban de lucecitas intermitentes como si fuese navidad en pleno febrero, nos quedamos absortos aquella noche y otras noches más que nos quedamos. Los árboles encendían por ratitos, los niños saltaban alrededor de la planta, y podría ser cualquier árbol, desde pacaes hasta naranjos. Claro siempre que esté cerca de un charco de agua. La noche se veía iluminada por esa extraña conversación que hacen los pequeños lampíridos en una marcha constante, quién lo creería de esos pequeños insectos, me acerqué lentamente para no espantarlas, y tome de pronto a una, en pleno vuelo.
La tomé de una delgada y articulada antena,  intentaba escaparse, todo su cuerpo vino a parar a la palma de mi mano, más que escarabajos parecían cochinillas por la blandura y tibiez de su cuerpo. Pero tenía alas y brillaba, maravillaba a la avenida entera aquella noche. Los bailes empezaban dejando cada tres casas, digo que la avenida era una fiesta porque aquella noche no solo hubo saltos y vueltitas veladas por la luz intermitente de aquellos insectos. La luz que estas emitían luego se perdían entre miradas y ojos furtivos en pleno baile aquella noche.
Y seguía en mi mano, con ese pequeño y delgado cuerpo, luchando aún por escabullirse y huir, llegar al árbol más cercano y empezar diálogo lumínico. Luchaba, y yo tenía miedo de quebrar sus alas si apretaba más o de romper su antena o su cuerpo blando de coleóptero. Era pequeño y delgado, brillaba de vez en cuando y los ojos de los demás niños a mi alrededor empezaba también a brillar, preguntándose el porqué de sus destellos, todos contenían la respiración cada que brillaba, empezó de pronto a brillar más rápido, todos los presentes estaban asustados, pensando que quizá llegaría a explotar, que quizá estaba sobrecalentándose y que su cuerpo saldría expulsado en pequeñas partes, empezaron a alejarse uno a uno. Solo quedamos el insecto y yo, la fiesta seguía y mis espectadores desaparecían en la puerta de su casa, cada uno. No  sé cuánto tiempo paso, pero empezó el frío, aún brillaba continuamente, ya no tenía miedo y decidí dejarla libre, el frío era atroz y necesitaba ir a casa y abrigarme lo más pronto posible, era tarde, abrí la mano pero nada paso, la palma de mi mano se iluminó nuevamente dos o tres veces, volvió el miedo, y si lo presione tanto que acabe destruyendo su caparazón, quizá mis manos frías apagaron su pequeño cuerpo, quizá muchas otras cosas más empezaban a llegarme a la cabeza como golpetazos de martillo.

El frío incrementaba o quizá solo fue el miedo que se apoderaba de mí, corrí sin ver a dónde, solo corrí. Me detuvo un árbol, caí al suelo y me ensucié la ropa y la cara, pero no cerré la mano, la luciérnaga seguía ahí, así lo sentía, levanté la cabeza para ver si volvía a encender su pequeño cuerpo ahora que estaba cerca de los suyos, conté hasta veinte y nada pasaba, todo estaba oscuro. Quise llorar, cerrar la mano y golpear el fango, ensuciarme más.  Nadie me veía después de todo y podría llorar a mis anchas. El árbol empezó de pronto a iluminarse desde la copa hasta las falda, una a una, como luces led programadas, entonces dejé de sentir el peso del insecto sobre la palma de la mano, era como si alguien me quitase un gran peso de encima, solo me quedé viendo como una luz parpadeante empezaba a elevarse, de la palma de mi mano a la copa del árbol, uniéndose a otras luces, entre otras luciérnagas que quizá pesen menos. A esa hora la fiesta de la avenida había acabado. Solo quedaba irme a casa.


-Melvin Jara

jueves, 15 de diciembre de 2016

HEY TÚ ¡ARRIBA LAS MANOS!


fotografía de Jorge Aguayo.


Habían esperado ese día con tantas ansias, tanto que incluso ensayaron muchas veces para evitar errores. Se conocieron en una de esas borracheras de barrio con cumbia y un poco de chicha en los parlantes, los vasos iban y venían, en esas borracheras se conocieron y digo esto antes de decirles que solo fueron dos.
Ya no empezaré con esos cuentos de antes, en los que dos se volvían millones y tres era simplemente un ataque blitzkrieg. Ahora digo la verdad y solo fueron dos. Ellos bebían como cuando eran jóvenes, es decir a vaso lleno como si estuviesen en una competencia, puede que entre copa y jarra se hayan decidido a realizarlo o quién sabe, el hecho es que lo lograron. Es que unas copas demás y creemos que podemos realizar todo, creemos poseer superpoderes y buscamos que nos disparen a lo Superman, en la vista. Hay de quienes intentan saltar un enorme muro queriendo entrar a un lugar lleno de pena y toma impulso retrocediendo unos metros para poder hacerlo con más facilidad, en sí, para serles franco cuando hay copas de más hay de todo y nada. Ahí lo planearon y estoy seguro que bebieron muchas cervezas, eso que no dieron tumbos mientras salían del bar donde aún sonaba algunas canciones que sin duda en esos momentos ellos no sabían si eran cumbia o chicha, pero salieron sin inmutarse, como si las bebidas no les hubiera hecho mella alguna, afuera los esperaba el ruido de una ciudad cansada del caos y los gritos de cada día.
El más alto es el que llevaba la réplica de una Jericho 941, la tenía por debajo de la camisa sobresalida, metida entre la correa del pantalón. Debieron de salir por primera vez en el día a eso de las seis de la noche, a esa hora pocos deciden entrometen o empezar a grabar, así que aprovecharon esa hora para salir, no fue difícil encontrar la víctima a tres cuadras y media del bar, empezaron a conversar entre ellos, dándose las últimas indicaciones antes de proceder. Las arengas son buenas antes de cada lucha. La víctima iba observando las calles con detenimiento, incluso pudo percatarse de los tipos que venían del otro lado de la calle con mala intención, iban conversando seguro dándose indicaciones por si intentase correr. Se dio cuenta pero continuó su andar, despreocupado como tantas otras veces, metió las manos al bolsillo trasero del pantalón y solo encontró el lapicero y una nota arrugada, los demás  bolsillos del pantalón estaban vacíos como la calle en la que ahora andaba, mientras se dirigía hacia otro futuro asalto, otro más y no es que haya pasado por muchos, solo fueron varios pero en poco tiempo, La idea no lo martirizaba pues ya iba preparando también los futuros diálogos para tratar de alargar el suceso.  Aunque fue en vano, porque pasaron por ambos costados y uno de ellos, el más bajo, lo tomó por el cuello, la víctima que no esperaba ese movimiento se quedó estático, pues pensó que el ataque sería frontal, quizá con un: Hey tú, ¡arriba las manos! después de todo eran dos. Apretándole el cuello y sostiendolo por entre el sobaco estuvo el más bajo, mientras el alto sacó el arma escondida y la empujo entre el estómago de la víctima que ni se inmutó al ver el arma.
-Dame todo lo que tienes cunchatumadre.
Mientras metía la mano en el bolsillo derecho de la casaca negra que llevaba puesta y sacaba un celular. Eso era todo, pero el alto no lo comprendió y mientras el más bajo lo tenía sostenido le increpó por el dinero.
-¡La plata mierda, apura!
Pero no había ya nada en los bolsillos, metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y solo encontró el lapicero y pedazo de papel arrugado.
-No tengo nada más, ya fu…
Y un golpe salto, con arma incluida, en el rostro del tipo que venía caminando en la desierta calle, solo, percatándose del atraco en el que estaría sumido. Brotó un poco de sangre y los nervios se apoderaban de los ahora asaltantes.
El más bajo, qué sostenía aún al tipo por el cuello jaló con fuerza hacía el piso dejándolo tendido en la acera, con la frente abierta y llena de sangre. El miedo aún lo asaltaba y empezó a patear varias veces, como para que no los vea alejarse, para que pierda el valor de levantarse. Acabado esto empezó la huida de ambos, del más alto y el bajo. Ambos llenos de adrenalina, corrían sin decirse nada como si estuviesen en una competencia por ver quien llega primero a un punto inexistente. El más alto que le llevaba la delantera viro en la esquina, iba asustado, tan asustado que cuando el celular empezó a vibrar lo tiró al piso, destrozándolo completamente, pero eso no importaba pues el más bajo estaba detrás intentando superarlo en la carrera y continuaron la huída hasta desaparecer entre el gentío de un boulevar.
La víctima, que se levantaba, los seguía con la mirada, viéndolos perderse entre el tumulto de autos y peatones, entre la línea blanca de la carretera con el boulevar. La calle aún estaba desierta, avanzó un poco y vio una tienda con gafas en el mostrador, pidió al dueño le prestase el baño para poder lavarse la cara, el vendedor no preguntó absolutamente nada, es más ni lo vio y dejó que usará el baño. Ya dentro luego de lavarse la herida, sacó del bolsillo escondido entre la correa unos billetes, tomó solo uno y guardo los demás, salió del baño, pidió una de las gafas oscuras, pagó y salió caminando como si nada hubiese ocurrido, al llegar a la esquina solo recogió el chip del equipo y camino en línea recta unas tres cuadras. Se topó con un bar, Bar “Chelona”. La herida ya no le sangraba pero aún le dolía un poco la cabeza.
Fue así que se enteró de que el más alto y el bajo se conocieron en una borrachera de barrio, de esas en las que las cervezas vienen y van, escuchó todo, hasta las risas que salían después de recordar el celular impactando al piso. Claro que ellos no se dieron cuenta pues estaban emocionados con su primer asalto, tanto que ni voltearon a ver al tipo que estaba sentado tres mesas detrás de ellos, ahora con unas gafas y con unas cervezas demás.

-Melvin Jara.

domingo, 11 de diciembre de 2016

AHORA


Otra vez la habitación en blanco,
Las luces ya pasaron y mataron las sombras
que al principio dejaron mis pasos
llegaron luego otros y empezaron a bailar
correteaban por las esquinas
otros estaban dando saltitos tomados de la mano,
ahora dos iba discutiendo con el uno
dando volteretas, saltando de puntillas
para no lastimarse las rodillas
había silencio y
no veían sombra alguna,
todo está de blanco aún.
Ellos lo saben pero siguen en lo suyo
ahora forman grupos
y mi soledad es la marginada.
ahora son recuerdos
los que se alejan
y veo a un tipo tirado en el suelo,
nos vemos a la cara
¿Quién es él?
Preguntamos ambos
como si nos importara.
y volteamos para no volver a vernos
constelaciones en forma de puntitos negros
han salido de su boca
o quizá fue de la mía
pero ahora todo es un caos
hay miedo alrededor,
todos masticándose las uñas
en todos los rincones.
Nadie nos reconoce
pero nos ofrecen su saludo
ahora son voces de muchos colores
unos son de nostalgia
y se van al techo
los demás se mezclan
entre sí y son del mismo color
con el que empezaron
pero esta habitación sigue estando blanca
y parece enorme
como un abrazo de despedida
recogen el tiradero que hicieron
la basura es también blanca
y se confunde en la habitación
No me importaría
si pasará un torbellino
entremezclará esas carcajadas
que vienen golpeándose
entre las paredes,
no saben a dónde ir
Si la muerte se asoma
sería tan visible
Ahora quiero pintarme de blanco
esconderme en algún rincón
entre la albura de esta casa
que será habitada por otros
que también andan como yo
tratando de huirle a la muerte
ahora
estoy aquí
en el espacio en blanco
que queda en esta hoja













Sin duda
ahora estoy ahí
ahí estoy ahora
en algún lugar
ahora.


-Melvin Jara

domingo, 13 de noviembre de 2016

EL DESPERTAR (ISSAC BÁBEL)

Toda la gente de nuestro entorno —tanto viajantes de comercio como tenderos, empleados de banca o casas navieras— trataba de imponer a sus hijos el aprendizaje de la música. Mis padres, viendo que tenían muy difícil aquello de prosperar, recurrieron a esa lotería, que, para bien o para mal, descansaba sobre las espaldas de los pequeños. Odesa —más aún que otras ciudades— estaba sumida en tal locura. Y la verdad es que, durante algunas décadas, surtió de niños prodigio las salas de concierto de todo el mundo. Tanto Misha Elman, como Cimbalist y Gavrilovich, salieron de Odesa. Asimismo, entre nosotros dio sus primeros pasos Yasha Jeifets. Cuando un muchacho cumplía cuatro o cinco años, la madre solía llevar a aquel ser minúsculo y endeble al señor Zagurski. Este buen señor tenía una fábrica de niños prodigio, una fábrica de enanos judíos que lucían cuellos de encaje y zapatos de charol. Se proponía —y solía— encontrarlos en los tugurios moldavos y en los hediondos patios del Mercado Viejo. Las primeras lecciones se las daba el mismo señor Zagurski y, más tarde, después de ese periodo de iniciación, los niños eran enviados a Petersburgo, para continuar su aprendizaje con el profesor Auer. En las almas de aquellas criaturas desmedradas, de prominente cabeza, echaba raíces una poderosa armonía. Andando el tiempo, muchos de ellos acababan por convertirse en virtuosos muy afamados. Y así, pues, mi padre decidió que yo debía ser uno de ellos. Aunque por mi edad ya no podía ser un niño prodigio —había cumplido por entonces trece años—, por mi estatura y débil complexión podía pasar por uno de ocho. En eso basaba toda su esperanza.
Así que me llevaron ante el señor Zagurski quien, por consideración a mi abuelo, se avino a no cobrar más que un rublo por lección, lo que ciertamente era muy poco. Mi abuelo —que se llamaba Leivi-Itsjok—, era al mismo tiempo el hazmerreír de la ciudad y su emblema. A menudo, se paseaba por las calles con sombrero de copa y zapatos rotos, y, en las cuestiones más oscuras, era capaz de resolver cualquier duda que se planteara. Por ejemplo: le preguntaban qué era un gobelino, por qué los jacobinos habían traicionado a Robespierre, cómo se fabrica la seda artificial, qué era la cesárea, y cosas por el estilo. Mi abuelo podía dar cabal respuesta a todas esas preguntas. El señor Zagurski, por consideración a su saber y locura, nos cobraba un rublo por lección. Y si se ocupaba de mí era por temor al abuelo, pues no había razón alguna para hacerlo. Los sonidos salían de mi violín como limaduras de hierro. A mí mismo me desagradaban, pero mi padre se mantenía en sus trece. En casa sólo se hablaba de Misha Elman, a quien el mismísimo zar había eximido del servicio en el ejército. Cimbalist, según las averiguaciones de mi padre, había sido presentado al rey de Inglaterra y había dado un concierto en el palacio de Buckingham. Los padres de Gavrilovich se hicieron con dos casas en Petersburgo. Los niños prodigio traían la riqueza a sus progenitores. Mi padre se hubiese resignado con la pobreza, pero deseaba la fama.
—No es posible —musitaban las personas que comían a sus expensas—, no es posible que el nieto de este señor…
En lo que a mí se refiere, mis pensamientos eran bien distintos. A la hora de los ejercicios de violín, colocaba en el atril libros de Turguéniev o Dumas, y, mientras rascaba las cuerdas, devoraba página tras página. Durante el día le contaba a los muchachos de la vecindad toda clase de historias y por la noche las pasaba al papel. La afición a escribir era hereditaria en nuestra familia. Mi abuelo, Leivi-Itsjok, que acabó un poco tocado, se pasó casi toda su vida tratando de terminar una novela que llevaba por título El hombre sin cabeza. Yo seguía sus pasos.
Cargado con el violín y los papeles de música, tres veces por semana recorría la calle de Witte, antiguamente de la Nobleza, para dirigirme a casa del señor Zagurski. Allí sentados a lo largo de una bancada, esperando su turno, había unos cuantos judíos poseídos de histérico arrebato. Todos ellos apretaban contra sus débiles rodillas unos violines de mayor tamaño que quienes en el futuro habían de dar conciertos en el palacio de Buckingham.
Se abría la puerta del santuario. Del gabinete del señor Zagurski, balanceándose, salían unos niños de cabeza grande y pecosos, de cuello fino como el tallo de una flor y mejillas rojas como de epiléptico. La puerta se cerraba, tragándose a otro enano. Tras ella, desgañitándose, cantaba y dirigía el maestro con su corbata de lazo, sus rizos pelirrojos y sus piernas de alambre. Era el administrador de la monstruosa lotería: había llenado el barrio moldavo y los negros callejones del Mercado Viejo con los fantasmas del pizzicato y la cantilena. Luego, el viejo profesor Auer infundía diabólica brillantez a todo esto.
Yo no tenía nada que hacer en esta secta. Era tan enano como ellos, pero en la voz de los antepasados yo adivinaba otras sugerencias.
El primer paso en contra me fue difícil. Un día salí de casa cargado con el violín, los papeles de música y doce rublos, que eran lo que mi padre pagaba por un mes de clase. Caminaba por la calle Nezhinska y tenía que torcer por la de la Nobleza para llegar a la casa del señor Zagurski. En vez de hacerlo así, seguí por la de Tiraspol y me vi en el puerto. Las horas de clase se me pasaron en un vuelo en el muelle de los prácticos. Así empezó la liberación. La sala de espera del señor Zagurski no volvió a verme. Otros asuntos más importantes me ocupaban. Mi condiscípulo Nemanov y yo nos hicimos amigos de míster Trotteburn, viejo marino del «Kensington». Nemanov era un año más joven que yo y desde los ocho se había dedicado al negocio más complicado del mundo. Era un genio del comercio y cumplía todo cuanto prometía. Ahora, en Nueva York, es millonario y director de la General Motors, una empresa tan importante como la de Ford. Nemanov me llevaba consigo porque yo me sometía a él en todo. Compraba a míster Trotteburn pipas de contrabando que fabricaba en Lincoln un hermano del viejo marino.
—Señores —nos decía míster Trotteburn—, recuerden mis palabras: los hijos hay que hacerlos con las propias manos… Fumar una pipa de fábrica es como llevarse a la boca un irrigador… ¿Sabéis quién fue Benvenuto Cellini?… Fue un artífice. Mi hermano, el de Lincoln, podría hablarles de él. Mi hermano no molesta a nadie. Aunque, eso sí, está convencido de que los hijos han de ser hechos con las propias manos, y no con manos ajenas… No podemos por menos que estar de acuerdo con él, señores…
Nemanov vendía las pipas de Trotteburn a directores de Banco, cónsules extranjeros y griegos ricos. En ello ganaba el ciento por ciento.
Las pipas del maestro de Lincoln emanaban poesía. En cada una de ellas había una idea, una gota de eternidad. En las boquillas brillaba un aro amarillo, y las fundas eran de raso. Yo trataba de imaginarme cómo vivía en la vieja Inglaterra Matthew Trotteburn, el último artífice de las pipas, que se resistía a la marcha de los acontecimientos.
—No podemos por menos que estar estar de acuerdo, señores, en que los hijos deben ser hechos con las propias manos… Las pesadas olas del dique me separaban cada vez más de mi casa, que olía a cebolla y a destino judío. Desde el muelle de los prácticos pasé al rompeolas. Allí, en un recodo arenoso, se pasaban la vida los chiquillos de la calle Primorskaia. Iban todo el santo día sin pantalones, buceaban por debajo de las chalanas, robaban cocos y esperaban la época en que de Yerson y Kamenka llegaban barcazas cargadas de sandías, que podrían abrir contra los muelles del puerto.
Mi mayor aspiración era entonces aprender a nadar. Me daba vergüenza confesar a aquellos bronceados chiquillos que yo, nacido en Odesa, no había visto el mar hasta los diez años y que a los catorce aún no sabía nadar.
¡Cuánto tardé en aprender cosas necesarias! En la infancia, encadenado a mi casa de la calle Guemara, había llevado la vida de un sabio. Cuando fui mayor me aficioné a subir a los árboles. Lo de nadar resultó superior a mis fuerzas. La hidrofobia de todos mis antepasados —rabinos españoles y cambistas de Francfort— me arrastraba al fondo. El mar no me sostenía. Zarandeado por las olas y con el estómago lleno de agua salada, volvía a la orilla, donde estaban el violín y los papeles de música. Me encontraba atado a los instrumentos de mi delito y tenía que llevarlos conmigo. La lucha de los rabinos con el mar se prolongó hasta que se compadeció de mí el dios de las aguas de aquellos lugares: era Efim Nikitich Smolich, corrector de «El noticiero de Odesa». En el atlético pecho de aquel hombre había una gran piedad por los chicos judíos. Capitaneaba grandes grupos de criaturas raquíticas. Los reunía en los nidos de chinches de la Moldavanka, los llevaba al mar, los enterraba en la arena, hacía gimnasia y se zambullía con ellos, les enseñaba canciones y, mientras se tostaban a los rayos del sol, les contaba historias de pescadores y animales. A los adultos les decía que era partidario de la filosofía de la naturaleza. Con las historias de Nikitich los niños judíos se morían de risa, chillaban y jugueteaban como cachorros. El sol manchaba sus cuerpos con unas pecas escurridizas color lagarto.
El viejo seguía en silencio, de lejos, mi duelo con las olas. Al ver que no había esperanzas y que no aprendería a nadar, me dio entrada en su corazón. Siempre lo tenía abierto ante nosotros, rebosante de jovialidad; no mostraba arrogancia ni codicia, jamás daba muestras de inquietud… Con sus hombros de cobre, con su cabeza de gladiador envejecido, con sus piernas de bronce un tanto arqueadas, permanecía tumbado entre nosotros en la parte exterior del rompeolas, como señor de aquellas aguas de sandías y petróleo. Tomé a este hombre un cariño como sólo puede tomarlo un chico enfermo de los nervios —y con dolores de cabeza—, a un atleta. No me apartaba de él y trataba de mostrarme servicial.
En una ocasión me dijo:
—No te preocupes. Fortalece tus nervios. Lo de nadar vendrá por sí mismo… ¿Que el agua no te sostiene? ¿Por qué no ha de sostenerte?
Al ver mi interés, Nikitich hizo conmigo una excepción entre todos sus alumnos. Me invitó a su casa, un desván espacioso cubierto de esteras, y me mostró sus perros, el erizo, la tortuga y las palomas. Para corresponder, yo le llevé una tragedia que había escrito la víspera.
—Ya sabía que eras aficionado a escribir —dijo Nikitich—. No miras a ningún sitio… Siempre pareces reconcentrado en ti mismo…
Leyó mis escritos, se encogió de hombros, se pasó la mano por el rizado pelo gris y comenzó a desplazarse de acá para allá por el desván.
—Hay que suponer —dijo, alargando las silabas y haciendo una pausa después de cada palabra— que en ti hay una chispa divina…
Salimos a la calle. El viejo se detuvo, dio un golpe con el bastón en la acera y se me quedó mirando.
—¿Qué es lo que te falta?… La juventud no tiene nada que ver, pasará con los años… Lo que te falta es el sentido de la naturaleza.
Me señaló con el bastón un árbol de tronco rojizo y copa baja.
—¿Cómo se llama?
Yo no lo sabía
—¿Qué da ese arbusto?
Tampoco lo sabía.
Seguimos adelante, por los jardincillos de la avenida Aleksandrovski. El viejo señalaba con el bastón todos los árboles, me cogía del hombro cuando pasaba un pájaro y me hacía escuchar los distintos cantos.
—¿Qué pájaro es ése?
Yo no sabía contestar a nada. Los nombres de los árboles y los pájaros, su clasificación en géneros, adónde emigran las aves, por qué parte sale el sol, cuándo es más abundante el rocío: todo esto era para mí desconocido.
—¿Y te atreves a escribir? Quien como la piedra o el animal, no vive en el seno de la naturaleza, no escribirá en toda su vida dos líneas que valgan la pena. Tus paisajes parecen una descripción de decorados. ¡Diablos!, ¿en qué han pensado tus padres durante estos catorce años?
¿En qué habían pensado?… En letras protestadas, en los hotelitos de Misha Elman… Pero no se lo dije a Nikitich, guardé silencio.
En casa, a la hora de la comida, no probé bocado. Los alimentos no me pasaban por la garganta.
«El sentido de la naturaleza —pensaba—. ¡Dios mío!, ¿por qué no se me había ocurrido? ¿Dónde encontrar a una persona que me explique los cantos de los pájaros y los nombres de los árboles? ¿Qué sé de todo eso? Podría reconocer las lilas, y eso cuando florecen; las lilas y las acacias. En las calles Derivasov y Griega hay acacias…»
Durante la comida mi padre contó nuevos detalles acerca de Yasha Jeifets. Sin llegar a la calle de Robin, se había encontrado con Mendelson, el preceptor de Yasha. El chico cobraba ochocientos rublos por cada recital. Se podía calcular cuánto ganaba al mes con un promedio de quince conciertos.
Lo calculé: resultaban doce mil rublos. Al multiplicar, justo en el momento en que llevaba cuatro, miré por la ventana. Por el pequeño patio de cemento, envuelto en un abrigo de esclavina que el aire hinchaba levemente, con sus rizos pelirrojos que le salían por debajo del sombrero de fieltro, apoyándose en su bastón, avanzaba el señor Zagurski, mi profesor de música. No se podía decir que se hubiera dado prisa en advertir mi ausencia. Hacía más de tres meses que mi violín descansaba sobre la arena del rompeaolas… Zagurski se acercó a la puerta principal. Yo me abalancé hacia la de servicio, pero la víspera la habían clavado por temor a los ladrones. Entonces me encerré en el retrete. Media hora después toda la familia se había reunido ante la puerta. Las mujeres lloraban. Mi tía Bobka sollozaba, apoyándose en la puerta con sus robustos hombros. Mi padre guardaba silencio. Cuando empezó a hablar, lo hizo con voz tan suave y distinta como nunca había hablado en su vida.
—Soy oficial —dijo— y tengo una finca. Voy de caza. Los campesinos me pagan por el arriendo de mis tierras. Hice ingresar a un hijo en el cuerpo de Cadetes. No tengo por qué preocuparme del otro…
Se interrumpió. Las mujeres lloraban. Luego un golpe terrible cayó sobre la puerta del retrete: mi padre se había lanzado contra ella con todas sus fuerzas.
—Soy oficial —vociferaba— y voy de caza… Lo voy a matar… Se acabó…
El pestillo saltó, quedando sostenido por un solo clavo. Las mujeres se retorcían por el suelo, tratando de sujetar a mi padre por las piernas. Él, enloquecido, pugnaba por desprenderse. Atraída por el ruido, acudió una vieja, la madre de mi padre.
—Hijo mío —le dijo en hebreo—, nuestra amargura es muy grande, no tiene límites. Lo único que faltaba en nuestra casa es sangre. No quiero ver sangre en nuestra casa…
Mi padre lanzó un gemido. Oí sus pasos que se alejaban. El pestillo seguía colgando del último clavo.

Permanecí en mi fortaleza hasta que se hizo de noche. Cuando todos se hubieron acostado, la tía Bobka me llevó con la abuela. Teníamos que recorrer un camino largo. La luz de la luna había quedado prendida en arbusetos desconocidos, en árboles innominados… Un pájaro invisible dejó oír un silbido y enmudeció; acaso se había dormido… ¿De qué pájaro se trataba? ¿Cómo se llamaba? ¿Hay rocío cuando se hace de noche? ¿Dónde se encuentra la Osa Mayor? ¿Por dónde sale el sol?… Marchábamos por la calle de Correos. La tía Bobka me tenía sujeto del brazo para que no me escapara. Y tenía razón. Yo pensaba en escaparme.




ISSAC E. BÁBEL.-
Nació en Odesa en 1894. Su padre quiso hacer de él un músico- lo cuenta el propio escritor en el relato autobiográfico-, pero Bábel se empeño en dedicarse a la literatura , aunque escribir le resultaba tan duro como un "trabajo de presidiario" si bien le "hacía hombre" a sus propios ojos.
Cursó estudios en la escuela de Comercio, dominó el francés con extraordinaria maestría a los 15 años. En 1915se trasladó a Petersburgo. Allí viviendo en condiciones dificilísimas, encontró, como tantos otros jóvenes, el consejo y apoyo de Gorki, cuyo nombre recordó siempre"con amor y veneración".
Fue soldado, sirvió en la Cheka y en el comisariado de Instrucción Pública, y luchó en el frente de Petrogrado y en el ejército de Budionni.
Se hizo famoso con los relatos que llevan por título El ejército de caballería y con los agrupados bajo el nombre de Cuentos de Odessa (Publicados , unos y otros, entre 1921 y 1962) Escribió, además, varios relatos autobiográficos) y dos obras de teatro: Ocaso (1928) y María (1935)
Bábel elaboraba con gran esfuerzo sus textos. Sabemos por Paurtovski que rehizo veintidós veces el cuento Liuhka Kazak antes de considerarlo preparado para la imprenta. Su ideal, como el de Chéjov, era la concisión. Decía: "La Claridad y la fuerza del lenguaje no radican en ningún modo eb el hecho de que no se pueda añadir nada a la frase, sino en el de que ya no se pueda eliminar nada de ella." Y su obra es, en este sentido, ejemplar.
Aunque tuvo apasionados defensores -entre ellos Gorki -. Bábel, acusado de deformar la realidad soviética, tuvo también poderosos enemigos. Detenido en 1939, murió dos años después en un campo de concentración. Hoy rehabilitado, es uno de los escritores más estimados dentro y fuera de lo que fue la Unión Soviética.


viernes, 21 de octubre de 2016

DESDE QUE LA VI LLEGAR

Nunca antes la había visto tan emocionada y es que llegó a casa y empezó a tocar la puerta tan rápido, pero muy rápido y yo pregunté, claro está que dentro de mi propio asombro: ¿dónde quedó su peculiar calma, la tranquilidad suya al pararse frente a ese trozo de madera y contar hasta tres, unodostres, para luego hacer esa melodía sobre la puerta, pero no, tocaba la puerta dejando pocos segundos para el silencio. Ella, tocaba la maldita puerta apresuradamente, sabiendo lo mucho que detesto los pocos segundos de silencio, conociendo que prefiero los silencios largos y prolongados, dilapidadores, eternos.
 Sabiendo eso ella allá afuera tocaba frenéticamente mientras yo dentro no sabía si acabar con la tortura o simplemente taparme los oídos. La dejé entrar y sus manos aún trataban de tocar algo, de continuar, de alejar todo silencio de alrededor, no niego que fue peor cuando ya dentro de casa tomó el vaso de agua que le entregué, luego de ir a la cocina donde me sentí mejor pues los artefactos de casa son silenciosos aunque creo que es tan solo la costumbre y es que como de costumbre ella tomó el vaso y con la mirada más dulce iluminando la sala que estaba a oscuras y yo solo creía que eran las luciérnagas que una vez capturé para mi trabajo de entomología y acabe liberando.
Puedo decirles que jamás vi esos ojos en ella, pues ella llegaba con esos ojos mal fotocopiados y los iba anillando día a día mientras esperaban abrir esa conversación que se le escapaba de los dedos, bebió antes de hablar, de un sorbo, no como las anteriores veces cuando llegaba vacía y cansada pidiendo café o un poco de agua que nunca acababa e iba y venía con el vaso entre las manos, paseando por la sala, la cocina, los cielos, esos silencios ocultos en su cartera, entre la añoranza, entre los silencios mudos y no lograba acabarlo nunca; pero vino y lo sorbió todo en un instante, respiro dos o tres veces, unodostres, y abrió los labios de par en par, al mismo tiempo escapaba esa sonrisa con la que la vi subir al tren rumbo a la cafetería de una extraña ciudad, una lejana, sin amigos, sin casa, sin voces ni palabritas escritas en una hoja reciclada, sin notitas sobre el refrigerador recordando que mañana se vence la mensualidad del agua, la luz y el teléfono. Esa sonrisa escapa mientras abría los labios y ya lo comprendía todo, era todo tan notorio y solo quería que se callara, que no diga nada, necesitaba de esos silencios largos, pero no. Ella con su voz pausada y emocionada empezó con las manos aún nerviosas buscando algún trocito de madera para continuar con la tocada:
“Anoche conocí a un chico, si anoche. Él llevaba camisa verde, pantalones marrones, unos botines color tierra, aunque creo estaban empolvadas. Cuando lo vi, observaba la ventana del bar con un vaso lleno y una jarra esperando a medias sobre la mesa y sabes que cuando digo esperando es porque sus vasos llenos iban y venían,  miraba la ventana y asumí  que estaba atrapado en el color de las casas, rojoverdeazul, las luces del  semáforo, rojoverdeamarillo, o puede que estuviese perdido en ese mar de cabezas atrapadas en avenidas, sorteando sus vidas en el tráfico. Seguro imaginaba todo esto mientras observaba la ventana. Mientras inventaba historias para cada una de las personas que estaban fuera del bar intentando escapar a casa o algún lugar que temporalmente llamen casa: La chica de vestido rojo y zapatos pequeños, bonita risa, con arruguitas que indican dos o tres amores fallidos, esperando cruzar la avenida y dejar atrás sus recuerdos, o se fijaba en aquel joven de polera negra y despeinado, asustado, pues acaba de escapar de un asalto donde el premio mayor era solo su tiempo, pero solo escapaba del trabajo, de las ocho horas sonriendo a los demás, con la mirada vacía, pasos gastados y un olor a vino (o puede que estaba añejándose) Esperando también el semáforo se ponga en verde y correr, seguir corriendo y huir de las balas, de la fatiga, del calor, llegar a casa, colgar las ropas y volver al sillón a congelar su tiempo con pequeños sorbos de naturaleza enfrascados.
Él volvía la mirada a la mesa y sus ojos se topaban nuevamente con el vaso vacío y una jarra extasiada, así lo vi por un par de minutos, mientras sus manos jugaban con un lapicero que luego fue un dado, una moneda, un imperdible, otra vez una moneda, un encendedor, tabletas de pastillas, dos monedas que empezaban a bailar sobre la mesa, dando giritos,  mientras se envolvía en el sonido del ambiente, en ese buuuuuuuuuummm-------- buuuuuuummm------ que deja líneas buuuuum---- buuuuuuuuum y dejaba de oír lo demás, estando ahí no estaba y yo lo veía. Tomó la jarra, se sirvió nuevamente. Y yo aun viéndolo mientras volvía a su tarea de imaginar historias de transeúntes, sin sonreír, sin inmutarse. Esperando a por algo, a por alguien, quizá mi saludo.
Ya inventaba mil conversaciones para acercarme y poder oírlo, pretextos, saludos. Ya sabes que cuando algo me interesa voy a fondo y trato de pasarla bien,  me sentía bien al verlo ahí sumido en toda esa maraña de pensamientos.
¿Hola?, ¿hey?, ¿Me puedes ayudar?, Me parece conocerte, ¡Cuidado con la avalancha de recuerdos que empiezan a caer sobre tu cabeza y eso que aún no estamos en invierno!
Quizá ninguno haya funcionado jamás, pero ya sabes tú, lo complicada que puedo llegar a ser y en todos los enredos  en los que me puedo meter. Pero prosigo con esto que vine a contarte y disculpa si lo digo todo enredado, ya me conoces, soy así.
Al final, opté por el maravilloso escándalo dejando caer la copa al piso, echando todo el vino al piso, viendo en el piso mi última copa de vino. Sabes lo mucho que amo el vino, pero solté la copa y el muy desgraciado ni se inmutó, seguía ahí sentadote viendo hacia el mismo lugar ahora con una moneda en la mano, luego el encendedor, el lápiz y así todo nuevamente y yo ya sin vino. Pero así lo conocí, con enfado. Grité, grité fuerte, tan fuerte ¡Fuerte! ¡FUERTE! Y entonces volteó, me vió, nos vimos, sonreí. Sirvió nuevamente y levanto la copa en dirección mi dirección. Y yo estática, sentada sin poder decir algo, sonriendo viendo la copa rota y mi botella vacía.  Pero nuevamente apareció la moneda en la mano que luego fue un lápiz, un encendedor, una tableta de pastillas…”

Pero yo ya lo sabía, lo sabía desde que comenzó a tocar la puerta, mientras ella aún hablaba yo me acomodaba bien en el sillón pues haría frío y no había comprado leña para la chimenea. Sabía que ella tampoco lo haría, que tendría que hacerlo todo solo y que la historia ya no tendría el final esperado, pero eso ya lo sabía desde que ella empezó a tocar mientras aún me preocupaba por la falta de leña en casa pues era uno de esos días fríos.

-MELVIN JARA

domingo, 16 de octubre de 2016

MEMORIAS DEL ABUELO


Aún recuerdo algunas de las historias que contaba el abuelo, quien para mí parecía tener en esas ocasiones mil millones de años y experiencia en brotes como telarañas en los ojos vidriosos, la cabeza deforestada fatalmente y unos cuántos árboles albinos que se desmoronan por los costados lentamente y aquellos oídos tan cansado que ya ni siquiera dejaban desfilar el sonido. Sentado sobre el mueble de la sala, tomando su típica copita de ron para calentar la garganta, dejando reposar luego la copa sobre la mesa mientras los ahí presentes empezábamos a sentarnos alrededor para poder oírlo.

 “Hace muchísimos años –decía con una voz muy ronca que parecía taladrar las paredes- Incluso antes de que yo naciera, hubieron hombres y mujeres que no solo vivían en la tierra sino también en lo profundo  del mar. Los seres del agua en aquella época podían salir a pasear libremente por la tierra, sin embargo los de la tierra no podían hacer lo mismo pues adentrarse a las aguas podría significar su muerte. No crean que los de la tierra estuvieran envidiosos pues tenían algo que los del agua envidiaban: podían sentir el transitar de las sangre por las venas, el lento latido de un corazón bombeando sangre.

Por ese entonces había una mujer aquaniana que se quedó sentada a ver la puesta del sol, por ahí andaba un tipo terrestre que sin dudarlo se acercó a ella y empezaron una conversación. Horas más tarde, luego de muchos verbos, ambos empezaban descubriendo algo que desconocían y comenzaron  verse casi a diario, su lugar de citas la banca.
Ambos pasaron varias lunas y varios soles en ese mismo lugar. Ambos y el sol y la banca.
Ella con la desconfianza hirviendo y con inseguridad mojando siempre sus mejillas decidió terminarlo de una vez una tarde cuando el cielo estuvo completamente nublado, pues no había nada que pudieran hacer para poder evitar el final. Se culpaba de no poder darle nunca el calor de un cuerpo desnudo. Se lamentaba ser tan solo una masa acuosa.
A la noche ella se despedía de él, llorando desconsoladamente, el hombre de la tierra dijo entonces que su corazón le pertenecía a ella y que el latir de ese pequeño órgano era a causa de ese inmenso amor. La mujer del agua completamente intrigada no supo que responder pues todo era tan confuso atinando luego de unos minutos a pedirle el corazón sobre su pecho.

Él sin dudar  y sin pensarlo dos veces se arrancó el corazón de un solo tirón. Incrustando sus manos en su pecho cubierto de ripio y guijarros pequeños, entregándoselo en las manos. Ella tomo el órgano, se asustó al sentir viscosidad entre sus manos y emitió un leve grito silencioso. Entonces el corazón también cubierto de arcilla empezó a latir suavemente. Sintió como si crepitaran todas las estaciones en la palma de su mano, sintió vivir por primera vez y viendo en todas direcciones procedió a golpear el corazón contra su propio pecho, acto seguido huyó a las profundidades mientras el cuerpo de terrestre tipo iba cayendo al piso lentamente. Ya en casa y con el corazón en el pecho empezó su propia tortura con el recuerdo de su amado cayendo al piso frío y desangrado. Escapar no había sido una buena opción, así que también se quitó la vida inyectándose una sustancia de color negro azabache.
Mientras tanto en la tierra luego de encontrar el cuerpo tirado en cerca de una banqueta los pobladores asustados comenzaron a tejer múltiples teorías de asesinos en serie y la noticia corrió rápidamente entre los moradores. Todos salieron a ver el cadáver, temerosos uno con otros, creyendo que el posible asesino se encontraba de incógnito entre todos los presentes.

¡El asesino está entre nosotros! –Exclamaba una turba enardecida, mientras cogían palos y piedras para defenderse.

¡Está muerta! –vociferaban en lo profundo del agua viendo el cadáver de la joven. Un especialista se acercó a ver que tenía en el pecho, saco lentamente el órgano viscoso y lo examinó con sumo cuidado, viendo a todos a su alrededor dijo con voz suave: Tenemos que preguntar a los individuos de la tierra cual es el funcionamiento de esto. Y sin más todos marcharon hacia la superficie.
Justo cuando los habitantes del agua salían de esta con el corazón en la mano, uno de los habitantes de la tierra vio el corazón en la mano del doctor, entonces soltó un grito que alertó a los demás quienes cegados por el miedo y la rabia de ver a tantos seres del agua salir llevando delante de ellos el corazón de uno de los suyos se abalanzaron decididos a  matarlos a todos. Se desató una cruenta lucha que duro muchísimos años, lastimosamente todos los seres de la tierra fueron acribillados, muchos de ellos arrastrados por redes hacía el fondo de sus aguas. Acabado el combate, no quedaba ningún ser de la tierra, todos estabas muertos, millones y millones de cuerpos tendidos, desangrados, descuartizados y muchos millones más dentro del agua.

Para restablecer su mundo los habitantes del agua decidieron apilar los cuerpos para incinerarlos y borrar toda evidencia de la existencia de estos en el planeta. Llevaban apilados muchísimos cuerpos cuando de pronto hizo su aparición el dios de turno, quien al ver a los laboriosos seres del agua apilando los cuerpos no lo pensó y deduciendo que los del agua mataron por solo dominio del mundo de un solo soplo eliminó a todo ser viviente. Al ver los cuerpos tanto de los seres del agua y seres de la tierra, convirtió la pila de cuerpos sobre la tierra en montañas e hizo volatizar los cuerpos de los seres del agua. Desapareciendo sin dejar rastro.

Milenios después un nuevo dios recibía el planeta, este al verlo tan deshabitado creo humanos de carne y hueso, creo plantas y todo lo que ahora ves. Y al ver que estos eran interesantes se quedó a ver cómo nos exterminábamos y juzgando a toda su creación”
Acababa y volvía a ver la ventana cerrada, sin volver a emitir ningún sonido y sus ojos vidriosos llenos de nostalgia se perdían de los míos que intentaban buscar respuestas en los suyos. Todos los años eran los mismos, la misma escena hasta que murió y con él las historias más extrañas que pude haber escuchado cuando era pequeño.
En ese entonces jamás creí lo que los demás decían de él.


Que estaba loco.

-Melvin Jara

domingo, 9 de octubre de 2016

EL CUADRO



Salía y volvía de la habitación varias veces, no decidía si apagar las luces o dejarlas encendidas de una maldita vez. Pantalón jean; camisa roja con cuadros; botines marrones empolvados; corte mal llamado “varonil” (así es como pedían el corte de cabello que acababa de hacerle Ana, la peluquera del barrio al que acababa de llegar, luego de saludarla y sentarse mientras era casi asfixiado con la bata plastificada de color negro que nunca había sido lavado) cabello negro; de repente unos años menos, tal vez unos años demás a los que tienes o tengo. Es que hay tipos a los que uno realmente uno es incapaz de atribuirles una edad y no es porque envejezcan o sean lozanos, es solo que al verlos lo real deja de ser y todo es libre por un momento. ¿Ponerle cuántos? ¿veintiparra, diecibaile, reíiocho, dormiritres o qué edad ponerle? Tenía un agujero en el bolsillo derecho por donde cayeron las llaves; algunas monedas en el izquierdo que sonaban mientras salía y volvía buscándolas; ojos marrones, muy marrones, orejas pequeñas, labios ligeramente dibujados (podría decirse que era la personificación de  caricatura que buscaba una llave en su propia casa que no era ni grande ni pequeña, como cuadro principal en la pantalla a colores de una tv de cuarenta pulgadas empotrada en la pared); rostro imberbe como un campo  infecundo donde no se asoma maleza alguna; atractivo si lo veían de lejos o cuando empezaba a caer la noche. Se detuvo ansioso inspeccionando con la vista los objetos que ocupaban la pequeña habitación que acababa de alquilar.
Eran alrededor de las ocho de la mañana y unos minutos más cuando se detuvo frente al velador de madera que su padre envió ni bien supo que abandonó la casa de su madre para irse a una ciudad lejos de todos. La carta llegó junto a unos pocos billetes que adornaban las tres líneas de la misiva, en letra imprenta de color azul que lo perdone pues era la última vez que podría enviarle dinero y que el velador estaba hecho de pino. No había pasado  ni un mes de aquella tarde cuando por la llamada de su tío Carlos; hermano de su padre quién solía contar cuando eran niños que un día en medio de la selva su amigo y el mismísimo tío Carlos se enfrentaron a una terrible anaconda de más de tres metros que acabó devorando a su mejor amigo, luego de contar esto levantaba la mano jurando vengarse de la maldita larva boida. Lo llamó para informarle que su padre acababa de caer preso por andar en algunos negocios de tráfico de árboles madereros y aunque el mueble colocado al costado de la cama hecha de cualquier otra madera menos de pino era lo único que lo ataba a él, no se inmutaba en lo mínimo y tampoco tenía la más vaga intención de ir a visitarlo o llamarlo siquiera pues han de saber también que en estos tiempos el hecho de estar preso no es sinónimo de estar incomunicado o de no interactuar con el mundo y hasta podría decirse que son lugares para vacacionar.
Las paredes que lo habían recibido blancas ahora estaban todas invadidas de frases sacadas de poemas y de canciones españolísimas románticas en letras pequeñas que algunas no podían ser leídas sin que uno se acerqué, la más llamativa era la que se encontraba en la puerta, cuando digo llamativa no lo es por el tipo de letra o algo parecido si no que era la más grande y escrita a color negro:
“Yo nací un día en que dios estuvo enfermo, grave”[1] y ya debajo de este texto en letras más pequeñas “Me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz”[2]
A un metro y medio de altura sobre la cama se encontraba el retrato que acabo comprando en un sitio web solo para  a Melina se quedará cuidándolo, pues ella era tan buena y crédula e inocente creía aún en maldiciones y todo tipo de infortunios ocasionadas por malos espíritus o entes demoniacos. Ella lo supo al ver el cuadro del niño llorón con la camisa chamuscada  y con esa mirada aquosa llena del dolor de miles de huérfanos víctimas de la segunda guerra mundial. Ese singular cuadro había sido pintado por el artista maldito  Bruno Amadio. Sabía de la maldición que acompañaba a los dueños de cualquiera de los 27 cuadros del pintor italiano. Ella lo abrazó entre lágrimas pidiéndole que se deshaga del cuadro, pero él solo dijo: ¿Me cuidarás de la maldición? Mientras ella no respondía. Se lo dijo muchas veces hasta que un día se fue de viaje pues su madre llegó a enterarse que su hijita salía con un tipito maldito de por vida y se la llevo fuera del país.
-Maldito llorón de mierda –dijo mientras sacudía la cabeza intentando escapar de la duda que lo invadía. ¿Y si realmente esta maldito? Se había preguntado ya muchas veces. Viendo ahora directamente al piso cubierto por baldosas de color negro y encontrar una botella de Sprite, botella verde que sobresalía en todo ese piso de baldosas negras, vacía y aunque no le gustaba en sí esa bebida la compraba con frecuencia sin saber bien la razón, quizá solo sentía la necesidad de hacerlo, como si al comprarla logrará recordar algo que lo animaba y lo llenaba de actitud. Posiblemente solo haya sido el resultado del bombardeo publicitario del producto lo que lo impulsaba a pedir: Gaseosa Sprite por favor. Era muy gracioso escucharlo decir “Esprait” sin ese tono inglés usado en los spots publicitarios; siempre que entraba a alguna tienda de la zona  o en cualquier lugar.
Se acercó al librero que tenía en frente tratando de encontrar lo que buscaba encima de un grupo de libros se veía un rótulo hecho a mano: LIBROS SALVADOS. Al releer esto recordó rápidamente aquel libro que había encontrado en una oficina de Paracas donde una tarde de mayo sintió enamorarse y desenamorarse como tantas otras veces, aquel entonces jamás se le vino a la cabeza que el primer libro que robaría sería una recopilación de los cuentos de Charles Bukowski seguido de Caicedo. Y su libro de título rojo: ¡Qué viva la música! Que lleva a la rubia, rubiísima como protagonista. Contó hasta quince libros en esa sección y no quiso ver los demás rótulos que tenía el librero pues ya iba haciéndose tarde. Lo supo cuando el reloj de pared que tenía a un Mickey Mouse algo vetusto y gracioso, con esas orejitas negras y ese trajecito rojo tenía las manos indicando con su brazo más pequeño las nueve y el brazo más largo las doce. Eran las nueve y punto, se le hacía tarde pero al verlo recordó la  llegada de ese artefacto a su pared: una navidad del año dos mil diez  y él aún sonreía esperando la llegada de la media noche. Soñaba con recibir de regalo el game boy que tanto había pedido a sus padres para dar a sus largas horas de ocio el motivo para estar ocupado durante las vacaciones, su tía llegaba de los Estados Unidos luego de cuatro años y recordaba haberle mandado una carta contándole que el año académico había sido provechoso y no había peleado con nadie es decir había sido un buen chico durante el año entero. La tía Carla quien se había casado con un gringuito, Rick, a quien conoció en un recital de poesía en la estación de Barranco, allá cuando ella soñaba con ser poeta. Ese mismo día acabaron acostándose y al mes siguiente se casaron para irse a vivir a Gringolandia. Cuarto meses después la tía Carla regresaba a la ciudad por fiestas navideñas, ella fue quien fu leyó poesía para él por primera vez, por eso no la recordaba ni mala ni buena.
Recuerda que llegó con sendos regalos en la maleta: muñecas para su hermana Damaris y sus primas pequeñas Carol y Nicol; carteras y collarcitos para las primas mayores quienes salían despedidas al baño a ver cómo lucían (Ana sonreía al espejo mientras se probaba los collares con dije de corazón y uno que tenía la letra “A” con algunos puntitos brillosos). A George y Edward, sus primos mayores, les obsequió los discos originales de Andrés Calamaro y Soda Stereo cuyos temas se los aprendió durante esos dos días que permanecieron en casa pues la repetían una y otra vez, una y otra vez. Pero el solo esperaba su turno mientras veía como la maleta enorme se iba quedando vacía dejando a la visto unos calzones amarillos que empezaban a ser repartidos entre los adultos. Le molestaba esperar así que no lo soportó y con voz afligida preguntó a la tía Carla.
-tía, ¿acaso no hay nada para mí?
Entonces, ella salió disparada en busca de su esposo que se encontraba bebiendo y fumando en el patio con un tipo que se hacía llamar “my friend” quien los había traído a casa en su mustang rojo. Rick a regañadientes se dirigió a la pequeña maleta azul que estaba en el cuarto que su madre amablemente había asignado a ambos y entre sus manos estaba el disco con el ratón sonriente moviendo las manos, en ese momento marcaba las una de la mañana ya no se oía tantos pirotécnicos, la celebración se iba acabando cuando la tía Carla sacó del bolso un papelito que desdobló y carraspeando la garganta y empezar a leer un poema titulado Manitas. A veces aún creía escuchar la voz como esa noche en la sala, esa voz que trataba de capturar a todos, pero su madre conversaba de deudas y préstamos con su abuela, sus primas modelando la joyería nueva, los primos pegados al discman, su hermana y primas menores empezaban a caer dormidas en el sillón junto a todas las muñecas y solo él y su tía que empezaba como si de una plegaria se tratara:
“Manitas de los niños,
manitas pedigüeñas,
de los valles del mundo sois dueñas.
Manitas de los niños que al granado se tienden…”
No la recordaba ni mala ni buena, quizá por eso no se sintió del todo mal cuando la fue a visitar al hospital, cinco días después de aquella noche. Toro era culpa del amigo de su esposo quién había sido localizado por su competencia. Pues “My friend” era un traficante de cocaína,  y empezaron una persecución mientras se dirigían a Lima. El coche rojo acabó dando vueltas de campana, varias según lo que escuchó decir a su madre mientras lloraba cogiendo aún el teléfono hace ya unos años atrás. Fue en la mismísima carretera Panamericana, decía aún mientras lloraba.
 Llevaba en el bolsillo izquierdo el poema que la tía Carla leyó aquella noche, sus manos sudorosas empapaban el papel, llegó a la habitación y solo estaba la tía Carla ya sin su sonrisa, con una mirada perdida en la pared como queriendo sacar algo de ella. Su madre ya no lloraba. Recuerda que la tía Carla no quiso verlo, él se sintió mal y salió zafándose de su madre, mientras ella se limpiaba los ojos llorosos nuevamente. Ya fuera de la habitación sacó el papel del bolsillo y lo abrió. Su sudor había borrado el título del poema y su tía había perdido las manos y parte de los pies. No volvió a visitarla, es más no hubo necesidad de hacerlo y eso lo tranquilizó.
El ratón ahora indicaba las ocho y diez, tuvo que apartarse de la avalancha llena de recuerdos en la que caía sepultado. Recordó como todas las mañanas que si no salía temprano lo volverían a amonestar con unos descuentos más y tendría que pasarse más horas trabajando. Eso significaba que perdería nuevamente un feriado largo. Imaginaba los tragos que no bebería, las peleas en las que no estaría: puñetazos, patadas voladoras, sangre, piedras, disculpas y culpas en alguna comisaria. Pagaría al superior para volver a salir de eso no le quedaban dudas. Pero pensó más en las mujeres que no conocería, hasta donde no llegaría con ellas esta vez, la falda juguetona, el sujetador y su poder rosa/negro/rojo/blanco, los besos a la puerta de la habitación, las caricias y los jadeos en la habitación, el acento y la nacionalidad; peruana, colombiana, danesa o alguna japonecita que acabaría dormida mientras él la observaría desnuda, sus ojos recorrerían sus pechos y sonreiría mientras avanzaría buscando morder uno de los pezones o quizá solo las acariciaría. Seguro se mortificaría después por dejar la tarjeta famélica  y por las siguientes semanas que pasaría comiendo solo ajinomen de sabor “pollo oriental” o quizá una mandarina para la cena.
Cuando llegaron no hubo nada por hacer. No había servicio de agua potable en la zona pues las tuberías acababan de colapsar, los reporteros invadieron la cuadra preguntando a los vecinos quienes aseguraron en múltiples oportunidades que el chico nuevo no hablaba con nadie, que era un poco raro, que no hubo gritos ni nada por el estilo y solo se  vivió silencio inflamándose entre los sonidos del incendio que llegó hasta los tres metros según el relato de los más jóvenes quienes se tomaban selfies frente a la casa y junto al camión de bomberos.
Ingresaron y se toparon con el cuerpo en una esquina. Quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo, no respira, llegamos muy tarde. Mientras iba apagando la radio. No todo se hizo cenizas, pero no vaya usted a creer en las maldiciones también, el cuadro tampoco se salvó, al menos eso es lo que dijeron los vecinos.



[1] César Vallejo, poema “Espergesia”
[2] Nacha Pop, tema “Lucha de Gigantes”


MELVIN JARA
01'10'16

miércoles, 5 de octubre de 2016

TEMPORAL



Era una chica de esas que aprovechaba el tiempo. Vivía atada a horarios: entradas puntuales, horas puntuales nada de minutos de más ni de menos ni esperar ni hacer esperar. Con el reloj rojo y las uñas del mismo color: pulcrísimo rojo y un reloj bien calibrado.
 -Disculpe, pero mi reloj está completamente sincronizado -solía decir- con  la marina. Cada que alguien preguntase: -¿Qué hora es?  Y ella con esos ojos que empezaban a brillar respondía con esa suave vocecita: Catorce y treinta y dos, hora exacta ni un minuto más ni un minuto menos, mientras dejaba escapar una sonrisa mientras sus ojos iban en dirección al reloj para cerciorarse nuevamente de la hora.
Me parecía que le molestaba un poco los recreos, bueno el recreo en sí creo que no pues ¿a quién no le agrado en recreo?  Ella detestaba  el sonido del campanazo, sonido tardío. Siete segundos en el mejor de los casos y ella lo sabía siempre  pues salía murmurando algún número mientras dejaba el salón, el ceño fruncido y la miradita sería y fría e insultaba al portero cada que podía.
-Tipejo haragán, estúpido portero -y así cualquier otro insulto.
Para ella era imperdonable no calcular el momento exacto para tocar la campana y salir tarde del cuartucho que está a 5 minutos del campanario y no perderlos recortando periódicos para cubrir su pared y tapar las grietas y los  ladrillos para luego poder perderse en las letras pequeñas y oscuras, oscuras y grandes y algunas rojas pero en su mayoría negras extendidas sobre el papel periódico hasta que suena la alarma y recién se da cuenta que tiene que tocar la campana y sale corriendo del cuchitril. 
Va odiando también a los maestros que no dicen nada pero se sientan minutos antes a esperar la campana, toman asiento y esperan sin decir nada mientras dejan a los alumnos copiar lo escrito en el pizarrón y maldice al director por no tomar cartas en el asunto y dejar que todos ignoren al tiempo. Molesta salía pero ya luego mientras veía reír al chico que le gustaba se tranquilizaba pues sabía que era tiempo del relajo del liberarse del uniforme y empezar a correr al bajar de las escaleras que daban al patio ignorando a los chicos que se agachaban agazapados para poder ver las bombachas rosas, amarillas, blancas o simplemente rojas.
Tenía la asistencia perfecta: sin faltas, sin tardanzas, sin permisos. Ni cuando sintió que le faltaba la respiración pidió permiso, la maestra comía un sándwich de pollo y no se percató de los pasos temblorosos intentando avanzar dejando atrás dos carpetas y llegar a la ventana, pero no llegó y cayó en brazos de una compañera. La maestra llamó a sus padres y la instó a retirarse pero ni aun así quiso marcharse, cogió el algodón impregnado en alcohol mientras revisaba su reloj, pidió perdón al maestro y a los compañeros y tomó asiento mientras le pasaban una botella de agua y cuando sonó el campanazo indicando la salida hizo lo mismo de siempre: tomar sus cuadernos, cerrar la mochila y salir caminando sin decir nada, en total silencio  sin despedirse del maestro tan solo observando el reloj. Las citas y cualquier trabajo siempre los entregaba a su debido momento hasta podría decir que contaba sus pasos para llegar a  cada lugar, hasta podría decir que sabía el tiempo exacto entre su casa y el colegio, entre el colegio y la plaza donde iba cada semana a dar un par de vueltas por solo diez minutos y salir en dirección a casa y completar sus minutos de lectura, el tiempo en la bañera, los minutos acariciando al perro. Todos sus actos cronometrados, siempre todo exacto.
Nadie sabe cómo pasó y hay algunos que dicen que se le descompuso el reloj mientras otros dicen que se quedó sin batería y comenzó a grita y correr buscando una pila nueva o quizá un relojero que pueda reparar el daño y que por eso no se dio cuenta al cruzar por la temible panamericana. La mayoría solo recuerda un cuerpecito volando y un SOR-YUZ frenando violentamente mientras se vestían de asombro los televidentes.

Es todo lo que sabía de ella es que no hablaba mucho. Y en verdad no sabía por qué la maestra me había elegido a mí precisamente para estar parado frente a todos estos tipos que no dicen nada y esperan con ansias que empiece a hablar  e irse volando a casa.  Es una lástima que no tengo reloj alguno y no saber cuánto tiempo estarán ahí viéndome. Quizá ya ha pasado mucho tiempo por eso ahora noto rostros ansiosos…

-Melvin Jara

martes, 27 de septiembre de 2016

No es la soledad, es la ausencia...

Hay mucho que contarte, probablemente no dejaría de hablar por días y luego te comenzarías a cansar, caerías dormida envuelta en sueños donde no había protagonistas.
Sabes, no es la soledad lo que hace mal, lo que me trae así  es tan solo la ausencia y el frío de estos meses.


Han ido pasado cosas y casos estos días. Ayer por ejemplo al salir del trabajo cruzaba yo la puerta de una de esas peluquerías y desde ya sabes que no podría decirte cual de entre todos, aún no retengo los nombres de memoria, ese es uno de los tantos problemas. Por eso respondo a todos lo que me saludan con un genérico: "Buen día, ¿cómo le va?" seguido de una sonrisa que dura tres a cuatro segundos, a la gente uno le cae bien si acaba cada oración con una sonrisa y más aún a todos ellos a quienes conocí seguramente un día en que me encontraba ido.
Yo me detuve al ver mi reflejo en uno de esos enormes espejos pegados en la pared y mi cabeza era un diente de león, uno que nadie se atrevía a soplar. Era un militar que salía fusil en mano a enfrentar a otro similar, hermanos nos llamamos cuando no tenemos balas, me vi envuelto en mil muertes y heridas y sangre, abrí de inmediato los ojos cuando apuntaba a un niño que sabía mi nombre. Me veía mal, eso lo sé.
Ingresé sin pensarlo, me cubrió con una bata negra una mujer de unos treinta y cinco años aproximadamente, tenías pechos firmes y blancos, llevaba un traje escotado y yo me quedé mirándolas, sí,  a ambas hasta que preguntó: ¿Qué corte joven? Rapado dije. Se cubrió el rostro pues empezaba a reír, cada que recuerdo esta escena me vuelvo a preguntar si acaso sabía que acabaría viéndome tan mal. Preguntó nuevamente mientras alistaba su máquina Wahl color plomo con la cuchilla número uno que sacó del cajoncito azul que estaba frente a ella. Rapado musité con voz bajita pero ya era tarde pues caía ya el primer mechón de cabello al piso, no pasó ni cinco minutos cuando el sonido de la máquina cesó. Me veía mal, mi cabeza era graciosa, Estaba colorado. Me acerqué al espejo cuando me entregó el cepillo para retirar lo que tenga de cabello, Pude contar por primera vez la cantidad exacta de cicatrices que hay en mi cabeza, la mayoría de ellos me los hice de niño jugando con mi pequeño hermano a quien no le gustaba perder, francamente a nadie le agrada. Cada que yo ganaba él tomaba lo que tenía a la mano y aventaba con furia, no sé si tenía una puntería del carajo, si eran casualidades o un simple acto de piconería. Acertaba siempre y siempre en algún lugar de la cabeza, en ese entonces tendría entre cuatro a cinco años, yo tenía nueve, no lo culpo, hacía trampas poder ganarle, presumo que no sabía que lo hacía o quizá era por eso que acababa lanzando algo con cólera. Conté hasta diez cicatrices hasta que salí de la peluquería.

Horas después ya me llamaban "pelao", me causa gracia. Luego empezaron con los sobrenombres, algunos los usaba yo para molestarlos. Yo dije que me parecía a una baya completamente invadida por oidium, pero nadie rió, son mis absurdas comparaciones otra de mis malas costumbres.
Pero sabes, creo que en el futuro el corte que predominará será el mío, se gasta menos agua para el aseo con decirte que después de lavarme las manos uso el agua que queda en ellas para mojarme completamente lo que tengo de cabello.
Ayer al llegar tarde al trabajo empezaron a matarme con preguntas del porqué de la demora, guarde silencio mientras sonreí soltando un: "Estuve liado con el peine". Todos rieron mientras yo tomaba asiento, no me amonestaron por llegar tarde y ese día transcurrió en completo frío y silencio, hace tanto frío por acá que tengo que comprar cada dos horas alguna tableta de chocolate o pedir un café bien cargado y sin azúcar, luego me alejo de todos excusándome en ir a monitorear el lote de prueba que instalamos, miento pues no lo hago y me pongo a dibujar sentado en algún lugar, he practicado mucho y hasta el momento ya tengo algunos, no tan buenos pero ya hay varios.

Y así hasta que toca ir a comer, mientras sigo caminando detrás de todos con pasos lentos y pausados. La soledad después de todo es solo un temblorcito de dos grados en la escala de Ritcher...

viernes, 23 de septiembre de 2016

LA BELLA ALINA

Sentada nuevamente como tantas otras veces, viendo directamente su propio reflejo. Llevaba puesta una bata color blanco, miraba al espejo preocupada, se notaba preocupada. Movió la cabeza en ambas direcciones luego acercó su rostro al frío espejo, empezaban a notarse nuevamente, eran tan  vistosas. Levanto la cabeza viendo al techo, llevando ahora sus manos a su frente, preocupada. Hace tan solo una semana que había untado sobre ellas con la cantidad indicada. Ni menos ni más, había comprado todo con las especificaciones recomendadas por el doctor quien acababa siempre los chequeos tocándoles los senos sin usar guantes. Sentía sus manos frías y esa mirada lasciva, claro está que el galeno se excusaba con tener las manos más finas de todo el país, siempre repetía esto con alevosía mientras apretaba cada vez más fuerte.


 Empezó a culpar a la casera a quien  dejó con semanas de anticipación la lista con de los ingredientes a usar. Seguro fue ella quien por ahorrar consiguió todo en el mercado de la parada. Sin embargo esta idea le pareció un poco rara pues la casera repetía constantemente, como un loro que recién está aprendiendo a hablar, una y otra vez: "Caserita nuestros rostros no saben a parada" 

Pero qué y si la vecina hizo todo eso por envidia. Después de todo, la casera era vieja y aunque el tratamiento la ayude, no podría hacer nada en unos años. Mientras la bella Alina rondaba apenas las veintiséis primaveras. Era guapa aunque se descuidó un poco en sus años de vida campesina, para ser precisos hasta los diecisiete años, edad en la que por cosas de la vida conoció a Carlos Negreiros Cerrón, importantísimo abogado nacional reconocido en el mundo del hampa por andar  en muchos de los negocios ilegales. Este se enamoró inmediatamente de la joven Alina, ese día ella vestía con el vestido floreado negro, vestido que uso solo dos veces cuando sus padres la entregaron a manos de tan digno personaje pues luego estuvo tres semanas desnuda y en múltiples posiciones manteniendo relaciones sexuales con su esposo y con algunos de sus clones.


Maldecía el haber confiado en la casera y no haber ido ella misma al mercado de la ciudad. La semana no había sido muy buena para ella pues habían pactado más reuniones y tenía qué comprar muchos vestidos más para lucirlos en cada una de ellas. Luego recordó que fue ella misma, es decir la Bella Alina, quien tomo los bichitos esos del mismo cofre donde la casera guardaba los suyos. Los sacó uno por uno, cogiéndolos de la cabeza delicadamente mientras estos pataleaban y se movían frenéticamente, emitiendo un sonido que parecía más a un graznido. Ninguno de esos bichitos tenían brazos, se los habían cortado para evitar se hagan daño o se masturben y se echen a perder. Aunque tenía un poco de pena pues los condenados se parecían tanto a ellos. Tenían ojos y pupilas redondas, cabello, pies y dedos en los pies, ombligo y algunos lloraban aún. Claro está que no hablaban, algunas veces encontraba videos que documentaban los horrores que vivían estos seres que solo eran usados en la industria del maquillaje. Estos videos mostraban desde amputación de miembros, generalmente manos pues algunos especialistas recomendaban seres vírgenes. Al principio solo los apartaban de las hembras que solo eran utilizadas para la reproducción. Luego descubrieron que estos bichitos también se masturbaban y por ello la amputación. Había incluso videos donde se veía como al nacer se les cortaba la lengua y algunos morían ahogados en su propia sangre.
Abrió el cofre y vio el último bichito ese tan parecido a los humanos. Aunque claro estos eran pequeños de unos ocho centímetros de altura. El bicho tenía los ojos llorosos y empezaba a dar vueltas corriendo dentro del cofre, luego se arrodilló mientras cerraba los ojos.


Alina, la más bonita lo tomó delicadamente de la cabeza. Colocandolo sobre su otra mano donde permanecía de rodillas y en tan solo un instante Alina cerró la mano presionando tan fuerte que solo se oyó un crack para luego frotar una y otra vez con ambas manos para luego abrirla dejando ver tan solo un pequeño charco de sangre y pequeños huesitos y un mechoncito de cabello los cuales que  eran retirados con delicadeza hasta dejar tan solo sangre, piel y vísceras mezcladas donde luego añadiría una cucharadita de nuez moscada más un poco de concha de nácar y ser aplicada con parsimonia sobre su rostro, especialmente donde las arrugas eran mucho más notorias. 

miércoles, 14 de septiembre de 2016

APRESURADO

 “Magia que nunca engaña pero miente… de las palabras a los hechos…. Hasta quedarme sin aliento, bendita magia”

Camino, esta vez dejando de ver el suelo -de perderme en los granos de arena que lo van lijando a uno mientras camina, esquivando las piedras que han ido a parar ahí justo delante para que caiga, en cada lugar, caiga. Esta vez hay un miedo mayor a caer, el ser arrollado. Ahora miro en ambas direcciones para poder cruzar, es que para ser franco me da miedo, absurda ocofobia.
Son muchas las noticias que teje la Panamericana, me enteré hace poquísimo que Sor-yuz atropelló cerca de mi casa a una jovencita que vociferaba a modo de ruego a todos a quienes veía, gritaba como loca, nadie podía callarla, solo calló cuando murió, preguntaba ¿Qué hora es? ¿Qué hora es?
En las noticias dijeron que el estrés la había llevado al caos total, lo dijeron solo así, en tono frío y serio, con esos ojos fijos en la pantalla deseoso de convencerse a sí mismo que lo hace bien: “Caos Total” como si el caos tuviese un límite. Yo no pienso lo mismo, creo que aquella jovencita sabía que era su turno, que todas las mentiras estaban libres, que la campana no tocaría  y preguntaba la hora para hacerle frente o huir de ella lo más lejos posible.
Por eso corro al cruzarla, sorbo todo el aire que pueda y corro a toda prisa, llegó al otro lado y no silbo la canción que tantas veces silbé, espero, viendo al cielo, cuidando que no pase por ahí alguna avecilla que pueda nuevamente cagar sobre mis hombros como la vez que asistí a un evento llamado “Batallas Desérticas”.
 Imaginé que era una exposición de cactus y rocas desérticas. Pero no lo era en lo absoluto, lo de desérticas fue lo primero que se podía notar, eran gritos vacíos,  y no había cactus no había piedras, un tipo de traje oscuro leía un poema de un Niels Hav, en defensa de los poetas, decía que se apiaden de ellos, que han nacido tristes; cuando explotó una risotada juvenil detrás, enojado por la distracción viré la cabeza en dirección a la risa ella me apuntaba, ¡no! Apunaba mi hombro, se burlaba de mí a risa tendida, estaba cagado y no supe dónde meter la cabeza de la vergüenza, la joven solo se reía señalando la parte sucia de la chompa que me acababa de comprar; la chica de la tienda había dicho que me quedaba espectacular y que resaltaba mi mirada, luego sonrío al irme me dí cuenta que tenía un número de celular apuntado en la parte posterior de la boleta.
Salí corriendo de la plazuela dejando atrás la voz que leía aquel poema. No volví más a ese parque y en cuanto a los del evento; leí en una revista local días después que dos de ellos aparecieron muertos a orillas del mar mientras uno aún permanecía desaparecido. Los policías decían que el “poeta asesino” había desaparecido, es que habían pruebas contundentes, videos donde se veía que él llevaba a dos tipos completamente ebrios para dejarlos a orillas del muelle antiguo y amenazarlos con una pistola y disparando al aire. Acto seguido los ebrios saltan y son grabados hasta que desaparecen completamente, guarda la cámara, enciende un cigarrillo y procede a retirarse. Hasta la fecha no saben dónde está y no he vuelto a escuchar nada de poesía en las calles.
Y solo espero el auto, para saltar dentro y esperar que avance mientras me voy perdiendo en los saludos de casas que voy dejando, irme recostando a la ventana y soltar la respiración hasta olvidar todo lo que me costó cruzar aquella pista para empezar a intentar contar una historia.