viernes, 23 de diciembre de 2016

LUCIÉRNAGAS


Toda la avenida era una fiesta, los árboles se llenaban de lucecitas intermitentes como si fuese navidad en pleno febrero, nos quedamos absortos aquella noche y otras noches más que nos quedamos. Los árboles encendían por ratitos, los niños saltaban alrededor de la planta, y podría ser cualquier árbol, desde pacaes hasta naranjos. Claro siempre que esté cerca de un charco de agua. La noche se veía iluminada por esa extraña conversación que hacen los pequeños lampíridos en una marcha constante, quién lo creería de esos pequeños insectos, me acerqué lentamente para no espantarlas, y tome de pronto a una, en pleno vuelo.
La tomé de una delgada y articulada antena,  intentaba escaparse, todo su cuerpo vino a parar a la palma de mi mano, más que escarabajos parecían cochinillas por la blandura y tibiez de su cuerpo. Pero tenía alas y brillaba, maravillaba a la avenida entera aquella noche. Los bailes empezaban dejando cada tres casas, digo que la avenida era una fiesta porque aquella noche no solo hubo saltos y vueltitas veladas por la luz intermitente de aquellos insectos. La luz que estas emitían luego se perdían entre miradas y ojos furtivos en pleno baile aquella noche.
Y seguía en mi mano, con ese pequeño y delgado cuerpo, luchando aún por escabullirse y huir, llegar al árbol más cercano y empezar diálogo lumínico. Luchaba, y yo tenía miedo de quebrar sus alas si apretaba más o de romper su antena o su cuerpo blando de coleóptero. Era pequeño y delgado, brillaba de vez en cuando y los ojos de los demás niños a mi alrededor empezaba también a brillar, preguntándose el porqué de sus destellos, todos contenían la respiración cada que brillaba, empezó de pronto a brillar más rápido, todos los presentes estaban asustados, pensando que quizá llegaría a explotar, que quizá estaba sobrecalentándose y que su cuerpo saldría expulsado en pequeñas partes, empezaron a alejarse uno a uno. Solo quedamos el insecto y yo, la fiesta seguía y mis espectadores desaparecían en la puerta de su casa, cada uno. No  sé cuánto tiempo paso, pero empezó el frío, aún brillaba continuamente, ya no tenía miedo y decidí dejarla libre, el frío era atroz y necesitaba ir a casa y abrigarme lo más pronto posible, era tarde, abrí la mano pero nada paso, la palma de mi mano se iluminó nuevamente dos o tres veces, volvió el miedo, y si lo presione tanto que acabe destruyendo su caparazón, quizá mis manos frías apagaron su pequeño cuerpo, quizá muchas otras cosas más empezaban a llegarme a la cabeza como golpetazos de martillo.

El frío incrementaba o quizá solo fue el miedo que se apoderaba de mí, corrí sin ver a dónde, solo corrí. Me detuvo un árbol, caí al suelo y me ensucié la ropa y la cara, pero no cerré la mano, la luciérnaga seguía ahí, así lo sentía, levanté la cabeza para ver si volvía a encender su pequeño cuerpo ahora que estaba cerca de los suyos, conté hasta veinte y nada pasaba, todo estaba oscuro. Quise llorar, cerrar la mano y golpear el fango, ensuciarme más.  Nadie me veía después de todo y podría llorar a mis anchas. El árbol empezó de pronto a iluminarse desde la copa hasta las falda, una a una, como luces led programadas, entonces dejé de sentir el peso del insecto sobre la palma de la mano, era como si alguien me quitase un gran peso de encima, solo me quedé viendo como una luz parpadeante empezaba a elevarse, de la palma de mi mano a la copa del árbol, uniéndose a otras luces, entre otras luciérnagas que quizá pesen menos. A esa hora la fiesta de la avenida había acabado. Solo quedaba irme a casa.


-Melvin Jara

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