Toda la avenida era una fiesta, los árboles se llenaban de
lucecitas intermitentes como si fuese navidad en pleno febrero, nos quedamos
absortos aquella noche y otras noches más que nos quedamos. Los árboles
encendían por ratitos, los niños saltaban alrededor de la planta, y podría ser
cualquier árbol, desde pacaes hasta naranjos. Claro siempre que esté cerca de
un charco de agua. La noche se veía iluminada por esa extraña conversación que
hacen los pequeños lampíridos en una marcha constante, quién lo creería de esos
pequeños insectos, me acerqué lentamente para no espantarlas, y tome de pronto
a una, en pleno vuelo.
La tomé de una delgada y articulada antena, intentaba escaparse, todo su cuerpo vino a
parar a la palma de mi mano, más que escarabajos parecían cochinillas por la blandura
y tibiez de su cuerpo. Pero tenía alas y brillaba, maravillaba a la avenida
entera aquella noche. Los bailes empezaban dejando cada tres casas, digo que la
avenida era una fiesta porque aquella noche no solo hubo saltos y vueltitas
veladas por la luz intermitente de aquellos insectos. La luz que estas emitían luego
se perdían entre miradas y ojos furtivos en pleno baile aquella noche.
Y seguía en mi mano, con ese pequeño y delgado cuerpo,
luchando aún por escabullirse y huir, llegar al árbol más cercano y empezar
diálogo lumínico. Luchaba, y yo tenía miedo de quebrar sus alas si apretaba más
o de romper su antena o su cuerpo blando de coleóptero. Era pequeño y delgado,
brillaba de vez en cuando y los ojos de los demás niños a mi alrededor empezaba
también a brillar, preguntándose el porqué de sus destellos, todos contenían la
respiración cada que brillaba, empezó de pronto a brillar más rápido, todos los
presentes estaban asustados, pensando que quizá llegaría a explotar, que quizá
estaba sobrecalentándose y que su cuerpo saldría expulsado en pequeñas partes,
empezaron a alejarse uno a uno. Solo quedamos el insecto y yo, la fiesta seguía
y mis espectadores desaparecían en la puerta de su casa, cada uno. No sé cuánto tiempo paso, pero empezó el frío,
aún brillaba continuamente, ya no tenía miedo y decidí dejarla libre, el frío
era atroz y necesitaba ir a casa y abrigarme lo más pronto posible, era tarde,
abrí la mano pero nada paso, la palma de mi mano se iluminó nuevamente dos o
tres veces, volvió el miedo, y si lo presione tanto que acabe destruyendo su
caparazón, quizá mis manos frías apagaron su pequeño cuerpo, quizá muchas otras
cosas más empezaban a llegarme a la cabeza como golpetazos de martillo.
El frío incrementaba o quizá solo fue el miedo que se
apoderaba de mí, corrí sin ver a dónde, solo corrí. Me detuvo un árbol, caí al
suelo y me ensucié la ropa y la cara, pero no cerré la mano, la luciérnaga seguía
ahí, así lo sentía, levanté la cabeza para ver si volvía a encender su pequeño
cuerpo ahora que estaba cerca de los suyos, conté hasta veinte y nada pasaba,
todo estaba oscuro. Quise llorar, cerrar la mano y golpear el fango, ensuciarme
más. Nadie me veía después de todo y
podría llorar a mis anchas. El árbol empezó de pronto a iluminarse desde la
copa hasta las falda, una a una, como luces led programadas, entonces dejé de
sentir el peso del insecto sobre la palma de la mano, era como si alguien me
quitase un gran peso de encima, solo me quedé viendo como una luz parpadeante
empezaba a elevarse, de la palma de mi mano a la copa del árbol, uniéndose a
otras luces, entre otras luciérnagas que quizá pesen menos. A esa hora la
fiesta de la avenida había acabado. Solo quedaba irme a casa.
-Melvin Jara
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