Era una chica
de esas que aprovechaba el tiempo. Vivía atada a horarios: entradas puntuales,
horas puntuales nada de minutos de más ni de menos ni esperar ni hacer esperar.
Con el reloj rojo y las uñas del mismo color: pulcrísimo rojo y un reloj bien
calibrado.
-Disculpe, pero mi reloj está completamente
sincronizado -solía decir- con la marina.
Cada que alguien preguntase: -¿Qué hora es? Y ella con esos ojos que empezaban a brillar
respondía con esa suave vocecita: Catorce y treinta y dos, hora exacta ni un minuto más ni un
minuto menos, mientras dejaba escapar una sonrisa mientras sus ojos iban en
dirección al reloj para cerciorarse nuevamente de la hora.
Me parecía
que le molestaba un poco los recreos, bueno el recreo en sí creo que no pues ¿a
quién no le agrado en recreo? Ella
detestaba el sonido del campanazo,
sonido tardío. Siete segundos en el mejor de los casos y ella lo sabía siempre pues salía murmurando algún número mientras dejaba
el salón, el ceño fruncido y la miradita sería y fría e insultaba al portero
cada que podía.
-Tipejo
haragán, estúpido portero -y así cualquier otro insulto.
Para ella
era imperdonable no calcular el momento exacto para tocar la campana y salir
tarde del cuartucho que está a 5 minutos del campanario y no perderlos recortando
periódicos para cubrir su pared y tapar las grietas y los ladrillos para luego poder perderse en las
letras pequeñas y oscuras, oscuras y grandes y algunas rojas pero en su mayoría
negras extendidas sobre el papel periódico hasta que suena la alarma y recién
se da cuenta que tiene que tocar la campana y sale corriendo del cuchitril.
Va odiando
también a los maestros que no dicen nada pero se sientan minutos antes a
esperar la campana, toman asiento y esperan sin decir nada mientras dejan a los
alumnos copiar lo escrito en el pizarrón y maldice al director por no tomar
cartas en el asunto y dejar que todos ignoren al tiempo. Molesta salía pero ya
luego mientras veía reír al chico que le gustaba se tranquilizaba pues sabía
que era tiempo del relajo del liberarse del uniforme y empezar a correr al
bajar de las escaleras que daban al patio ignorando a los chicos que se
agachaban agazapados para poder ver las bombachas rosas, amarillas, blancas o
simplemente rojas.
Tenía la
asistencia perfecta: sin faltas, sin tardanzas, sin permisos. Ni cuando sintió
que le faltaba la respiración pidió permiso, la maestra comía un sándwich de
pollo y no se percató de los pasos temblorosos intentando avanzar dejando atrás
dos carpetas y llegar a la ventana, pero no llegó y cayó en brazos de una
compañera. La maestra llamó a sus padres y la instó a retirarse pero ni aun así
quiso marcharse, cogió el algodón impregnado en alcohol mientras revisaba su
reloj, pidió perdón al maestro y a los compañeros y tomó asiento mientras le
pasaban una botella de agua y cuando sonó el campanazo indicando la salida hizo
lo mismo de siempre: tomar sus cuadernos, cerrar la mochila y salir caminando
sin decir nada, en total silencio sin
despedirse del maestro tan solo observando el reloj. Las citas y cualquier
trabajo siempre los entregaba a su debido momento hasta podría decir que
contaba sus pasos para llegar a cada
lugar, hasta podría decir que sabía el tiempo exacto entre su casa y el
colegio, entre el colegio y la plaza donde iba cada semana a dar un par de
vueltas por solo diez minutos y salir en dirección a casa y completar sus minutos
de lectura, el tiempo en la bañera, los minutos acariciando al perro. Todos sus
actos cronometrados, siempre todo exacto.
Nadie sabe
cómo pasó y hay algunos que dicen que se le descompuso el reloj mientras otros
dicen que se quedó sin batería y comenzó a grita y correr buscando una pila
nueva o quizá un relojero que pueda reparar el daño y que por eso no se dio
cuenta al cruzar por la temible panamericana. La mayoría solo recuerda un
cuerpecito volando y un SOR-YUZ frenando violentamente mientras se vestían de
asombro los televidentes.
Es todo lo
que sabía de ella es que no hablaba mucho. Y en verdad no sabía por qué la
maestra me había elegido a mí precisamente para estar parado frente a todos
estos tipos que no dicen nada y esperan con ansias que empiece a hablar e irse volando a casa. Es una lástima que no tengo reloj alguno y no
saber cuánto tiempo estarán ahí viéndome. Quizá ya ha pasado mucho tiempo por
eso ahora noto rostros ansiosos…
-Melvin Jara
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