domingo, 9 de octubre de 2016

EL CUADRO



Salía y volvía de la habitación varias veces, no decidía si apagar las luces o dejarlas encendidas de una maldita vez. Pantalón jean; camisa roja con cuadros; botines marrones empolvados; corte mal llamado “varonil” (así es como pedían el corte de cabello que acababa de hacerle Ana, la peluquera del barrio al que acababa de llegar, luego de saludarla y sentarse mientras era casi asfixiado con la bata plastificada de color negro que nunca había sido lavado) cabello negro; de repente unos años menos, tal vez unos años demás a los que tienes o tengo. Es que hay tipos a los que uno realmente uno es incapaz de atribuirles una edad y no es porque envejezcan o sean lozanos, es solo que al verlos lo real deja de ser y todo es libre por un momento. ¿Ponerle cuántos? ¿veintiparra, diecibaile, reíiocho, dormiritres o qué edad ponerle? Tenía un agujero en el bolsillo derecho por donde cayeron las llaves; algunas monedas en el izquierdo que sonaban mientras salía y volvía buscándolas; ojos marrones, muy marrones, orejas pequeñas, labios ligeramente dibujados (podría decirse que era la personificación de  caricatura que buscaba una llave en su propia casa que no era ni grande ni pequeña, como cuadro principal en la pantalla a colores de una tv de cuarenta pulgadas empotrada en la pared); rostro imberbe como un campo  infecundo donde no se asoma maleza alguna; atractivo si lo veían de lejos o cuando empezaba a caer la noche. Se detuvo ansioso inspeccionando con la vista los objetos que ocupaban la pequeña habitación que acababa de alquilar.
Eran alrededor de las ocho de la mañana y unos minutos más cuando se detuvo frente al velador de madera que su padre envió ni bien supo que abandonó la casa de su madre para irse a una ciudad lejos de todos. La carta llegó junto a unos pocos billetes que adornaban las tres líneas de la misiva, en letra imprenta de color azul que lo perdone pues era la última vez que podría enviarle dinero y que el velador estaba hecho de pino. No había pasado  ni un mes de aquella tarde cuando por la llamada de su tío Carlos; hermano de su padre quién solía contar cuando eran niños que un día en medio de la selva su amigo y el mismísimo tío Carlos se enfrentaron a una terrible anaconda de más de tres metros que acabó devorando a su mejor amigo, luego de contar esto levantaba la mano jurando vengarse de la maldita larva boida. Lo llamó para informarle que su padre acababa de caer preso por andar en algunos negocios de tráfico de árboles madereros y aunque el mueble colocado al costado de la cama hecha de cualquier otra madera menos de pino era lo único que lo ataba a él, no se inmutaba en lo mínimo y tampoco tenía la más vaga intención de ir a visitarlo o llamarlo siquiera pues han de saber también que en estos tiempos el hecho de estar preso no es sinónimo de estar incomunicado o de no interactuar con el mundo y hasta podría decirse que son lugares para vacacionar.
Las paredes que lo habían recibido blancas ahora estaban todas invadidas de frases sacadas de poemas y de canciones españolísimas románticas en letras pequeñas que algunas no podían ser leídas sin que uno se acerqué, la más llamativa era la que se encontraba en la puerta, cuando digo llamativa no lo es por el tipo de letra o algo parecido si no que era la más grande y escrita a color negro:
“Yo nací un día en que dios estuvo enfermo, grave”[1] y ya debajo de este texto en letras más pequeñas “Me da miedo la enormidad donde nadie oye mi voz”[2]
A un metro y medio de altura sobre la cama se encontraba el retrato que acabo comprando en un sitio web solo para  a Melina se quedará cuidándolo, pues ella era tan buena y crédula e inocente creía aún en maldiciones y todo tipo de infortunios ocasionadas por malos espíritus o entes demoniacos. Ella lo supo al ver el cuadro del niño llorón con la camisa chamuscada  y con esa mirada aquosa llena del dolor de miles de huérfanos víctimas de la segunda guerra mundial. Ese singular cuadro había sido pintado por el artista maldito  Bruno Amadio. Sabía de la maldición que acompañaba a los dueños de cualquiera de los 27 cuadros del pintor italiano. Ella lo abrazó entre lágrimas pidiéndole que se deshaga del cuadro, pero él solo dijo: ¿Me cuidarás de la maldición? Mientras ella no respondía. Se lo dijo muchas veces hasta que un día se fue de viaje pues su madre llegó a enterarse que su hijita salía con un tipito maldito de por vida y se la llevo fuera del país.
-Maldito llorón de mierda –dijo mientras sacudía la cabeza intentando escapar de la duda que lo invadía. ¿Y si realmente esta maldito? Se había preguntado ya muchas veces. Viendo ahora directamente al piso cubierto por baldosas de color negro y encontrar una botella de Sprite, botella verde que sobresalía en todo ese piso de baldosas negras, vacía y aunque no le gustaba en sí esa bebida la compraba con frecuencia sin saber bien la razón, quizá solo sentía la necesidad de hacerlo, como si al comprarla logrará recordar algo que lo animaba y lo llenaba de actitud. Posiblemente solo haya sido el resultado del bombardeo publicitario del producto lo que lo impulsaba a pedir: Gaseosa Sprite por favor. Era muy gracioso escucharlo decir “Esprait” sin ese tono inglés usado en los spots publicitarios; siempre que entraba a alguna tienda de la zona  o en cualquier lugar.
Se acercó al librero que tenía en frente tratando de encontrar lo que buscaba encima de un grupo de libros se veía un rótulo hecho a mano: LIBROS SALVADOS. Al releer esto recordó rápidamente aquel libro que había encontrado en una oficina de Paracas donde una tarde de mayo sintió enamorarse y desenamorarse como tantas otras veces, aquel entonces jamás se le vino a la cabeza que el primer libro que robaría sería una recopilación de los cuentos de Charles Bukowski seguido de Caicedo. Y su libro de título rojo: ¡Qué viva la música! Que lleva a la rubia, rubiísima como protagonista. Contó hasta quince libros en esa sección y no quiso ver los demás rótulos que tenía el librero pues ya iba haciéndose tarde. Lo supo cuando el reloj de pared que tenía a un Mickey Mouse algo vetusto y gracioso, con esas orejitas negras y ese trajecito rojo tenía las manos indicando con su brazo más pequeño las nueve y el brazo más largo las doce. Eran las nueve y punto, se le hacía tarde pero al verlo recordó la  llegada de ese artefacto a su pared: una navidad del año dos mil diez  y él aún sonreía esperando la llegada de la media noche. Soñaba con recibir de regalo el game boy que tanto había pedido a sus padres para dar a sus largas horas de ocio el motivo para estar ocupado durante las vacaciones, su tía llegaba de los Estados Unidos luego de cuatro años y recordaba haberle mandado una carta contándole que el año académico había sido provechoso y no había peleado con nadie es decir había sido un buen chico durante el año entero. La tía Carla quien se había casado con un gringuito, Rick, a quien conoció en un recital de poesía en la estación de Barranco, allá cuando ella soñaba con ser poeta. Ese mismo día acabaron acostándose y al mes siguiente se casaron para irse a vivir a Gringolandia. Cuarto meses después la tía Carla regresaba a la ciudad por fiestas navideñas, ella fue quien fu leyó poesía para él por primera vez, por eso no la recordaba ni mala ni buena.
Recuerda que llegó con sendos regalos en la maleta: muñecas para su hermana Damaris y sus primas pequeñas Carol y Nicol; carteras y collarcitos para las primas mayores quienes salían despedidas al baño a ver cómo lucían (Ana sonreía al espejo mientras se probaba los collares con dije de corazón y uno que tenía la letra “A” con algunos puntitos brillosos). A George y Edward, sus primos mayores, les obsequió los discos originales de Andrés Calamaro y Soda Stereo cuyos temas se los aprendió durante esos dos días que permanecieron en casa pues la repetían una y otra vez, una y otra vez. Pero el solo esperaba su turno mientras veía como la maleta enorme se iba quedando vacía dejando a la visto unos calzones amarillos que empezaban a ser repartidos entre los adultos. Le molestaba esperar así que no lo soportó y con voz afligida preguntó a la tía Carla.
-tía, ¿acaso no hay nada para mí?
Entonces, ella salió disparada en busca de su esposo que se encontraba bebiendo y fumando en el patio con un tipo que se hacía llamar “my friend” quien los había traído a casa en su mustang rojo. Rick a regañadientes se dirigió a la pequeña maleta azul que estaba en el cuarto que su madre amablemente había asignado a ambos y entre sus manos estaba el disco con el ratón sonriente moviendo las manos, en ese momento marcaba las una de la mañana ya no se oía tantos pirotécnicos, la celebración se iba acabando cuando la tía Carla sacó del bolso un papelito que desdobló y carraspeando la garganta y empezar a leer un poema titulado Manitas. A veces aún creía escuchar la voz como esa noche en la sala, esa voz que trataba de capturar a todos, pero su madre conversaba de deudas y préstamos con su abuela, sus primas modelando la joyería nueva, los primos pegados al discman, su hermana y primas menores empezaban a caer dormidas en el sillón junto a todas las muñecas y solo él y su tía que empezaba como si de una plegaria se tratara:
“Manitas de los niños,
manitas pedigüeñas,
de los valles del mundo sois dueñas.
Manitas de los niños que al granado se tienden…”
No la recordaba ni mala ni buena, quizá por eso no se sintió del todo mal cuando la fue a visitar al hospital, cinco días después de aquella noche. Toro era culpa del amigo de su esposo quién había sido localizado por su competencia. Pues “My friend” era un traficante de cocaína,  y empezaron una persecución mientras se dirigían a Lima. El coche rojo acabó dando vueltas de campana, varias según lo que escuchó decir a su madre mientras lloraba cogiendo aún el teléfono hace ya unos años atrás. Fue en la mismísima carretera Panamericana, decía aún mientras lloraba.
 Llevaba en el bolsillo izquierdo el poema que la tía Carla leyó aquella noche, sus manos sudorosas empapaban el papel, llegó a la habitación y solo estaba la tía Carla ya sin su sonrisa, con una mirada perdida en la pared como queriendo sacar algo de ella. Su madre ya no lloraba. Recuerda que la tía Carla no quiso verlo, él se sintió mal y salió zafándose de su madre, mientras ella se limpiaba los ojos llorosos nuevamente. Ya fuera de la habitación sacó el papel del bolsillo y lo abrió. Su sudor había borrado el título del poema y su tía había perdido las manos y parte de los pies. No volvió a visitarla, es más no hubo necesidad de hacerlo y eso lo tranquilizó.
El ratón ahora indicaba las ocho y diez, tuvo que apartarse de la avalancha llena de recuerdos en la que caía sepultado. Recordó como todas las mañanas que si no salía temprano lo volverían a amonestar con unos descuentos más y tendría que pasarse más horas trabajando. Eso significaba que perdería nuevamente un feriado largo. Imaginaba los tragos que no bebería, las peleas en las que no estaría: puñetazos, patadas voladoras, sangre, piedras, disculpas y culpas en alguna comisaria. Pagaría al superior para volver a salir de eso no le quedaban dudas. Pero pensó más en las mujeres que no conocería, hasta donde no llegaría con ellas esta vez, la falda juguetona, el sujetador y su poder rosa/negro/rojo/blanco, los besos a la puerta de la habitación, las caricias y los jadeos en la habitación, el acento y la nacionalidad; peruana, colombiana, danesa o alguna japonecita que acabaría dormida mientras él la observaría desnuda, sus ojos recorrerían sus pechos y sonreiría mientras avanzaría buscando morder uno de los pezones o quizá solo las acariciaría. Seguro se mortificaría después por dejar la tarjeta famélica  y por las siguientes semanas que pasaría comiendo solo ajinomen de sabor “pollo oriental” o quizá una mandarina para la cena.
Cuando llegaron no hubo nada por hacer. No había servicio de agua potable en la zona pues las tuberías acababan de colapsar, los reporteros invadieron la cuadra preguntando a los vecinos quienes aseguraron en múltiples oportunidades que el chico nuevo no hablaba con nadie, que era un poco raro, que no hubo gritos ni nada por el estilo y solo se  vivió silencio inflamándose entre los sonidos del incendio que llegó hasta los tres metros según el relato de los más jóvenes quienes se tomaban selfies frente a la casa y junto al camión de bomberos.
Ingresaron y se toparon con el cuerpo en una esquina. Quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo, no respira, llegamos muy tarde. Mientras iba apagando la radio. No todo se hizo cenizas, pero no vaya usted a creer en las maldiciones también, el cuadro tampoco se salvó, al menos eso es lo que dijeron los vecinos.



[1] César Vallejo, poema “Espergesia”
[2] Nacha Pop, tema “Lucha de Gigantes”


MELVIN JARA
01'10'16

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