sábado, 2 de diciembre de 2017

BICICLETAS DESGASTADAS.

Como siempre, las 3:30







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Al concluir de la clase, salimos en grupo. Enrique llevaba los cuadernillos y los papelotes con los apuntes de la exposición. Ella andaba con pasos presurosos, camisa a cuadros blancos y rojos dejando ver el relieve de unos pechos que se perdían entre el estampado de una playa sobre el polo. El pelo atado, negro. Pulseras adornando su muñeca, pecas en la cara, sonrisa diáfana, ojos saltones. Las calles y el tráfico iban atrapando cualquier intento de conversación. Yo con las botellas de gaseosas y paquetes con galletas.  
¿Total, dónde vamos? De las cinco distintas voces, fuimos seis aquella tarde, nos sentamos

Habló con la suavidad de los años que nos diferenciaba, doce tan solo, con suavidad, aplomo y querencia. Y sus ojos ahogaron a los míos, entre plática, silencios. Habló de la bicicleta y el paseo que gusta dar en ella. Contó lo bien que pedalear sin cesar había traído a su salud, sobre lo beneficioso para su alma.
  Recordó incluso el gran viaje y acabó mordiéndose los labios. Tomó mis ojos y sacó el jugo de ellos, sin tocarlos. Dejó el vaso vacío, ya no parecía haber seis. Será que el desmembramiento los fue dejando cansados y sin palabras.ara todos. Su voz me contuvo con un susurro imperceptible para los demás. Dejo caer luego sobre la mesa tres frases en voz alta y de pronto fuimos doce, en la misma mesa, fuimos doce y en aquel momento de su bolso salieron frases del Vallejo chorreándose por el piso, manchándolo de negro y recordé “Espergesia”. Entre tantas preguntas y respuestas sueltas, las edades salían a flote, para ganar peso y destruir de una vez las mesas, empezar a correr, para respirar tranquilamente, toparnos con el tráfico, tragárnosla lentamente.
Paola, qué estaba sentada en mi derecha pareció despertar, dijo que tenía la garganta inflamada por contener por años tantas cosas por decir. Habló de Dios, aliens, amor. La mesa era atea, cuatro a uno, mientras yo no dudaba del todo de la palabra del hombre. En medio de tanta mentira se esconde también la verdad. Empezamos a llorar por nosotros, por la humanidad y los animales. Lloramos por las plantas y rezamos juntos un avemaría para luego leer Helamán 16:22. Paola parecía ahogarse, sus manos le temblaban y entre graznidos en vez de murmullo acabo apagándose.  Enrique, sentado a mi izquierda. Dejando un poco lejos a Marcia, dueña de la antología del Vallejo. Estaba luego Rebeca y sus ojos aguados. Yolanda y Diana acababan de cerrar la mesa.
Marcia volvió a soltar palabras y todas las miradas llegaron hasta ella. Quien sonreía como una niña, su rostro no había sido tan golpeado por los terribles años, a pesar de llevarme doce años era mucho más joven que cualquiera en la mesa. Empezó a llamarme por mi nombre, seguro porque nadie repararía en lo que dijéramos. Repitió tres veces mi nombre, las tres veces sin dejar de verme a los ojos. Volvió a contar sobre su bicicleta, esta vez comunicó que yacía guardada y fría en el ático, empolvada y acongojada, olvidada junto a otros juguetes. Dijo que no tenía tiempo, que faltaban las ganas de otrora, hasta sobre el mal clima y que esto no dejaba salir tranquilamente. Guardo silencio y comprendí su soledad. A pesar de andar rodeados de cinco en ese momento, quizá por eso Vallejo esperaba con expectativa al tope, dejándose ver la portada, y realizar su aparición. Su voz quedó colgada, lánguida sobre la mesa y su vacío vaso y el libro en su cartera pareció incendiarse, morir en abril y con aguacero. Le dije que podría acompañarla en los paseos en bici. Sonrió y dijo que tendría que desempolvar primero, enderezar el timón, inflar las llantas y modificar el asiento. Prometí ayudarla con el tema de las llantas. No dejaba de sonreír, la mesa de cristal dejaba ver sus pequeños pies avanzando lentamente hacía los míos, no dejaba de sonreír mientras todos estaban desaparecidos. Marcía tenía una sonrisa exquisita, era de aquellos rostros que no parecían sonreír y quizá por ello verla con la sonrisa entera volvía ese acto tan sublime y suave.
Lástima que todo sucedió cuando ella estuvo a punto de darme la dirección exacta de donde nos encontraríamos para el pedaleo. La mesa explosionó por tanto peso, dejando vidrios rotos, el piso mojado, astillas y cuatro voces quejumbrosas y asustadas. Enrique se limpiaba el pantalón de las pequeñas astillas, Paola secaba su rostro y su mano, Rebeca, Yolanda y Diana reían como locas buscando disimular su miedo. Marcia no volvió a decir nada, ni durante el trayecto. Sabía que su palabra ahora cargaba mayor peso y podría aplastar cualquier superficie. Por eso anduvo con los labios cerrados, mirándome de reojo para luego enterrarla en el piso.

Llegamos al paradero, la abracé esperando se le escape algún susurro y pueda empaparme en ella. Apreté fuertemente y ni siquiera un suspiro. Nos apartamos lentamente, nuestros compañeros se despedían entre ellos, estiró su mano hasta llegar a la mía y dejó un papelito para irse corriendo. Para desaparecer en el ómnibus que la llevaría de regreso. Se despidieron de mí tan rápido que no pude darme cuenta, mientras intentaba no apretar tanto los puños y así evitar se mojen con el sudor que se iba acumulando en mis manos. Cuando se fueron todos abrí la mano para toparme con un pedazo de papel humedecido y desecho, donde a duras penas se lograba ver lo que fue un número, hecho con lápiz. El sudor de mis manos había vuelto a jugarme una situación triste, no quise admitir este hecho y acabé culpando a Marcia y al poder destructivo de aquella noche.

-Melvin Jara



lunes, 20 de noviembre de 2017

ME GUSTAN LAS COSAS TRISTES


Me gustan las cosas tristes
a toda hora y cada minuto,
no es que sea un gusto cualquiera
porque en verdad soy feliz con las cosas tristes
con las cosas de  la casa
triste
y no es la nostalgia de una casa vacía
o una casa con falta de espacio
si no el cuadro
monótono gris
lo que la hace triste
los muebles y los jarrones
grises también
las flores,
miradas como manotazos
besos que se quiebran en rictus
consuelos ahogados a medio camino
de la garganta que enmudece
Eso lo hace triste
pero me gusta mucho
me hacen tanto bien
y hasta las calles de la última semana
con sus muertos
y sangre
caminantes eternos
de la avenida sin nombre
con sus escenas de olvido
cartas por los pisos
besos a oscuras
caricias de adiós
me gusta y me alegra la calle triste
y todo lo que la recuerda
Los semáforos en rojo
que detienen los pasos
apurados por ir a casa
cargando la tristeza muda
Todo eso me repone
me sienta bien
hasta el caos de la jornada
el tráfico me sienta bien
las aves muertas
y los perros a orillas de la carretera
cada día son más
y me dan pena porque muchos solo cruzan
olvidándose del claxon
pasos directos a la muerte
quizá sea su decisión
me gusta el olor a muerte
que dejan tras de si
porque después de todo
es cuando me olvido de
mis propias tristezas

y realmente ese me gusta.

lunes, 13 de noviembre de 2017

OCTÓPODOS.


Salí a caminar/ qué mejor idea que la de un acuario/ los animales acuáticos son mejores que los terrestres/ son más competentes/ porque luchan para estarse día con día aún en vida/ Busqué inmediatamente al pulpo, por ser este mi favorito de entre los que pueda ver/ imaginando encontrar un animal que navega/estirándose hasta donde sea posible, hurgando el eterno suelo/ piedras azules, verdes, rojas y algas/ y muchas algas y yuyo buscando sentir los rayos del sol/rozándolas con suavidad/ si acaso esto sirve de algo/ pero hay de todo en este campo/ en el piso buscando el lugar seguro para descansar/ estirándose/ solo estirándose hasta estar seguro/ hasta parecer seguro/ pues el andar se hace día a día errante, buscando alimentarse y continuar/ siempre estirarse/ hasta donde lleguen los tentáculos/ estirándose, estirándose siempre/ lleva en sus manos el ataque de urticaria/ la paralización completa/ por eso siempre estirándose/ avanzando sin saber a dónde dirigirse/ estirándose, estirándose, estirándose, estirándose, estirándose, estirándose, estirándose y no sé cuántas veces más logre estirarse/ quizá hasta que pierda la tilde/ pero estirándose/ hurgando en lugares inimaginables/ en botellas, en alguna cavidad del fondo del mar, debajo de alguna piedrecita/ donde podría esconderse el más insignificante insecto/ acuático, como para no perder honor/ porque siempre avanza, tanteando el piso/ delicado animal asesino/ estirándose, estirándose, estirándose/ suavemente tanteando todo el abisal/ entre el hadal, escudriñando para hallar el lugar donde descansar/ estirándose, porque no deja de hacerlo/ casi como un tic/ estirándose/estirándose/ estirándose/ sobre piedra, arena, musgo/ una que otra piedrecilla del camino/ alguna víctima o victimario/ estirándose/ asesino, que también puede morir/ por eso va estirándose/ hasta llegar a su posible lugar seguro/ breve suspiro en el tiempo/ lo sabe por eso sigue estirándose/ tentáculos escudriñadores/ siempre estirándose/ pero viene uno a toparse/ a darse con remedo de animal/ que se estira en el corto espacio que se le ha otorgado/ estirándose/ ¿si de pronto choca contra este vidrio que nos separa?/  se dará cuenta de que estamos mirándolo/ estirándose, estirándose/ sin llegar a nosotros/ quizá el piso sea giratorio y no lo haya notado/ porque sigue en el mismo sitio/ estirándose/ pareciera que llora y la tristeza se me hace cada vez más honda // Segundo a segundo //  llevo más de dos horas con este mismo cuadro, estirando la mirada, estirando la vida/ siempre estirándose. 

-Melvin Jara.

                                                               (Romina Carra)




martes, 24 de octubre de 2017

XIII - Fragmento de la novela Balún-Canán (Rosario Castellanos)

XIII

Nuestra casa pertenece a la parroquia del Calvario. La cerraron desde la misma fecha que las otras.
Recuerdo aquel día de luto. La soldadesca derribó el altar a culatazos y encendió una fogata a media calle para quemar los trozos de madera. Ardían retorciéndose, los mutilados cuerpos de los santos. Y la plebe disputaba con las manos puestas sobre las coronas arrancadas a aquellas imágenes. Un hombre ebrio pasó rayando el caballo entre el montón de cenizas. Y desde entonces todos temblamos esperando el castigo.

Pero las imágenes del Calvario fueron preservadas. Las defendió su antigüedad, los siglos de devoción. Y ahora la polilla come de ellas en el interior de una iglesia clausurada.
El Presidente Municipal concede, aunque de mala gana, que cada mes una señora del barrio se encargue de la limpieza. Toca el turno a mi madre. Y vamos, con el séquito de criadas, cargando las escobas, los plumeros, los baldes de agua, los trapos que son necesarios para la tarea.
Rechina la llave dentro de la cerradura enmohecida y la puerta gira con dificultad sobre sus goznes. Lo suficiente para dejarnos pasar. Luego vuelve a cerrarse.
Adentro !qué espacio desolado! Las paredes altas, desnudas. El coro de madera toscamente labrada. No hay altar. En el sitio principal, tres crucifijos enormes cubiertos con unos lienzos morados como en la cuaresma.
Las criadas empiezan a trabajar. Con las escobas acosan a la araña por los rincones y desgarran la tela preciosa que tejió con tanto sigilo, con tanta paciencia. Vuela un murciélago ahuyentado por esta intrusión en sus dominios. Lo deslumbra la claridad y se estrella contra los muros y no atina con las vidrieras rotas de las ventanas. Lo perseguimos, espantándolos con los plumeros, aturdiéndolo con nuestros gritos. Logra escapar y quedamos burladas, acezando.
Mi madre nos llama al orden. Rociamos el piso para barrerlo. Pero dispone a limpiar las imágenes con gamuza. Quita el paño que cubre a una de ellas y aparece un Cristo largamente martirizado. Pende de la cruz, con las coyunturas rotas. Los huesos casi atraviesan su piel amarillenta y la sangre fluye con abundancia de sus manos, de su costado abierto, de sus pies traspasados. La cabeza cae inerte sobre el pecho y la corona de espinas le abre, allí también, incontables manantiales de sangre.
La revelación es tan repentina que me deja paralizada. Contemplo la imagen un instante, muda de horror. Y luego me lanzo, como ciega hacia la puerta. Forcejeo violentamente, la golpeo con mis puños, desesperada. Y es en vano. La puerta  no se abre. Estoy cogida en la trampa. Nunca podré huir de aquí. Nunca. He caído en el pozo negro del infierno.
Mi madre me alcanza y m toma por los hombros, sacudiéndome.
-¿Qué te pasa?
No puedo responder y me debato entre sus manos, enloquecida de terror.
-¡Contesta!
Me ha abofeteado. Sus ojos relampaguean de alarma y de cólera. Algo dentro de mí se rompe y se entrega, vencido.
-Es igual (digo señalando al crucifijo), es igual al indio que llevaron macheteado a nuestra casa.




ROSARIO CASTELLANOS
Nació en Ciudad de México, en 1925. Sin embargo, su infancia y adolescencia transcurrieron en comitán, un pueblo del estado de Chiapas. De manera natural, su obra se nutrió del ambiente que animaba a esa región, donde a la vez que se arraigan fuertemente las costumbres indígenas, las formas coloniales siguen vigentes.
Así, sus novelas. Junto con su colección de cuentos conforman lo que la crítica ha llamado "El ciclo de Chiapas" una de las más destacadas manifestaciones de la literatura indigenista. 
Escritora multifacética, su extensa obra incluye, además de importantes poemarios, recopilados de su larga vida.


sábado, 14 de octubre de 2017

ESCRIBIR ME HACE LIBRE Y SUELTO


He de ser franco con ustedes y conmigo mismo. Muchas veces tome por verdad mis propias mentiras, siempre la manía de tarrajear mis palabras, de adornarme incluso estando desnudo. Pero es que esto de escribir no ha sido elección mía, ese dizque don no me lo ha dado nadie, las letras tampoco me eligieron ni por casualidad. Caigo para cubrirme de letras, caigo y me queda tan solo acomodar oraciones para lograr contar una historia realmente falsa.
Malo en la pintura con dibujos que pasan a ser de primariosos, fálicos, carentes de identidad, garabatos sin cuerda. Y lo he intentado, tantos cuadros que se han venido a la mente, desde los más psicodélicos con colores turquesa y verde, los paisajes de amanecidas de marzo hasta agosto, cuadros fríos y tristes de julio, heladas semanas las de agosto. Tengo tanto en mente pero todo lo que sale de mis manos son garabatos y digo la verdad ahora, para no estar en vergüenza en lo tan poco que me queda por vivir.
Si hablamos de cantar tampoco manejo la cadencia y el ritmo de una voz cantora. Con un graznido de un ave agonizante que huye de la garganta para no ahogarse perpetuamente. Si supieran de los sueños y del corto intento de niño en esta rama artística, los pequeños conciertos por entonces, sobre las ruinas de una ciudadela ignorada, con los zapatitos de charol y la camisa blanca como la sonrisa que jamás lograré esbozar.
Estas manos que sirven de sustento al lápiz tampoco son adiestrados como para tocar algún instrumento musical, ni de cuerda, ni de viento, ni de percusión. Nada en lo que pude apoyarme, a pesar de los intentos fallidos y de los esfuerzos que duraron poco. Demasiado poco y por eso no logré progresar.
Ha de saber que también me  metí de lleno al baile, al zapateo y al repicar de pasos. Porque de todas las fiestas a las cuales acudí acabaron sacándome por exceso de bebida y por sacar a bailar el cuerpo frío del ataúd de una pariente lejana mía y que nadie perdono por tan solo estar con alguna bebidas demás.
Actuar tampoco ha sido lo mío. Lo digo luego de aquella trágica experiencia. Audicionar para lograr como máximo logro ser el árbol en una puesta escénica de colegio. Aunque algunos amigos míos suelan recordar aquel bochornoso suceso entre copas: allá por años atrás cuando llevaba dieciocho o diecinueve años, con la emoción a cuestas de participar en un film pornográfico, en un film amateur.  Entramos a la sala tres tipos, uno viejo con canas y el rostro cubierto de arrugas que intentaba reventarse un grano alojado en medio de la frente, el otro era un melenudo de unos veinticinco años que no dejaba de rascarse entre las pelotas y yo con un jean nuevecito y mi mejor camisa. El encargado de la audición nos mandó a sentar en las tres sillas de madera situadas en medio de la sala con tenue luz. Ya sentados los tres vimos ingresar a tres mujeres completamente desnudas y para mí en ese entonces era la primera vez que me hallaba frente a mujeres desnudas. Personalmente podría decir que me encantó la chica de en medio, con pechos pequeños y cabellera con el corte de Mía Wallace, de la película Tiempos Violentos, quizá por eso me gustó en demasia. Las otras dos eran algo adultas, una con el vientre lleno de estrías y el sexo poblado de vellos, la otra de unos cuarenta o cuarenta y cinco años completamente depilada en el sexo dejando a la vista sus labios parecidos al mismísimo hocico de caballo en pleno rebuzne, por lo grotesco y oscuro. Fue justamente ella quien se me acercó y la misma que fue bajándome el cierre del pantalón nuevo jean, las otras dos se acercaron al tío y al chico que no dejaba de rascarse las bolas. Para ese entonces me hallaba aturdido ante los pechos pequeños de la chica que bajaba la bragueta del chico que no dejaba en paz sus pobres pelotas. Sentí las manos de la tía, que tenía también la panza llena de rollos, iba sacando mi humanidad apretándolo lentamente. Me contuve todo lo que pude en aquel entonces, pero eso no me sirvió de mucho pues a pesar de todo el esfuerzo acabe viniéndome en el pantalón jean nuevo que me puse por primera vez aquella tarde. Los tipos que me acompañaban en aquel entonces rieron mientras yo dejaba el lugar manchado y avergonzado. No volví a audicionar ni a usar el jean de aquella tarde.

Por eso digo que esto de escribir no es algo que venga buscando por placer, digo de verdad, olvidando mis mentiras ciertas, que tan solo caí por peso de gravedad, por simple conformismo a esto de ir dejando línea tras línea hechos que intento mezclar con fantasía y realidad. Digo que la escritura tan solo es para mí el refugio que me aparta de toda mentira y de toda verdad. Porque yo caí a las letras, sí, tan sólo caí en ellas pues jamás oí llamado alguno, jamás, jamás tuve eso que otros llaman inspiración porque tan solo me ha quedado por redactar hechos reales llenos de ficción. Menuda mierda la que me queda por vivir, menuda mierda.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

EN EL BOSQUE - Ryunosuke Akutawa

En el bosque

Ryunosuke Akutagawa

Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial
-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial
-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu
-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja
-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…
FIN

Ryunosuke Akutagawa 

Escritor japonés. Nació el 1 de marzo de 1892 en Tokio, en el seno de una familia de comerciantes.
La locura de su madre, le condicionó psicológicamente para toda la vida. Fue un niño enfermizo y nervioso, que leía libros incesantemente en las bibliotecas públicas. Conoció muy bien las obras clásicas chinas y japonesas, cuya influencia se reflejaría después en su trabajo, aunque también leyó con avidez a europeos como Dostoievski, Tolstoi, Poe y Balzac. Cursó estudios en la universidad de su ciudad natal. En 1916, escribió su primera obra, El deseo de Goi. Su primer relato publicado fue, Rashomon (1915), posteriormente aparece En un bosquecillo (1921-1952), que sirvió de base a la película Rashomon (1950), dirigida por Akira Kurosawa. Su última obra destacada fue El engranaje (1927). Texto escrito antes de su suicidio ingiriendo Venoral en altas cantidades.
Durante el último año de vida, padeció manía persecutoria, alucinaciones acústicas, dolores de cabeza y no salía de su habitación, que mantenía a oscuras día y noche. Ryunosuke Akutagawa se suicidó el 24 de julio de 1927. Fue reconocido en Japón con la fundación del Premio Akutagawa, el galardón más codiciado por los autores de ficción. 

martes, 5 de septiembre de 2017

LA LOCURA DEL PODER (Gonzalo Arango)

Esta mañana , sin razón alguna, me sentí candidato a la presidencia de la República.

El día era bello, soleado, las flores henchían el aire con un tumulto de perfumes.
El color de los cerros espejeaba sobre la ciudad, verde-luz-de-esperanza.
Era, para decirlo simplemente, uno de esos días amables en que todo puede suceder: desde ganarse una lotería sin comprarla, hasta ser candidato presidencial.
Los astros me eran propicios.
Aunque me sentía feliz no pude soportar el tremendo peso que la vida descarga sobre las espaldas de los elegidos: ¡la responsabilidad del Poder!
Fui al baño con el fin de mirarme al espejo a ver qué tal me sentaba la gloria.
Debo reconocer, humildemente, que me luce.
Pasé una hora, o tal vez dos, ensayando gestos frente al espejo, actitudes trascendentales de esas que llaman "históricas".
Pasaba con enorme elasticidad de la depresión al éxtasis, del júbilo al abatimiento, de la pose despreocupada a la del pensador profundo.
Tomé la cosa tan en serio que olvidé completamente el espejo, el baño, y quién era yo. Entonces asumí mi papel de candidato ante los ejércitos de partidarios que en ese momento desfilaban ante la tribuna jurando fidelidad hasta la victoria o hasta la muerte, ¡oh embriaguez del Poder!
Aquello fabuloso evocaba el heroísmo homérico, la apoteosis de un Dios, el tributo que rinden los pueblos a los inmortales.
Transportado a las alturas del hombre endiosado por el mito, levanté las manos como hacen las reinas de belleza, y formando con dos dedos una invencible V de victoria, juré ante las masas pan y paraíso, glorioso emblema del partido.
El júbilo de corazones hambrientos estalló atronador y ascendió alo cielo eclipsando el azul.
Faltaron nubes al infinito para cabalgar sobre los ecos de la Revolución, plegarias del pueblo a los dioses crueles del Poder.
Pero el poder es un honor que cuesta, y sobre todo fatiga. Me sentía al borde de mis fuerzas.
Para cerrar con broche de bronce la epopeya de mi ascenso al solio, cerré el puño en furioso ademán de líder y lo agité violentamente en el aire electrizado de protestas…
Entonces sucedió algo extraordinario, sublime. Mi rostro presidencial, completamente ensangrentado, se hizo astillas en el espejo.
Mis compatriotas aterrorizados ante el drama histórico que se desarrollaba en ese momento me metieron apresuradamente en una ambulancia y me llevaron al manicomio, donde escribo esta fábula.



*Gonzalo Arango


Poeta y escritor nacido en Colombia, Gonzalo Arango es conocido por ser uno de los máximos exponentes del movimiento nadaísta, fundado por él mismo en 1958 y que supuso una fuerte ruptura con la tradición cultural y social colombiana.

Durante la dictadura de Rojas Pinilla, Arango apoyó al régimen en el poder y tras su caída resultó exiliado de su ciudad natal. Tras establecerse en Cali en 1957 comenzaría su etapa más activa dentro de la literatura. 

Tras abanderar el nadaísmo, lo abandona en 1970 para adentrarse en una etapa más espiritual y marcada por el cristianismo. 

domingo, 27 de agosto de 2017

TARDE EN EL SUPERMERCADO 25/08/17 O CUALQUIER OTRA FECHA.



La calle me los muestra, gritan y ríen, corren y callan, se preparan para las compras con sendos bolsos y los brazos cansados. Las puertas se abren y ellos sonríen del mismo modo en el que sonrieron la semana pasada y la semana pasada a esta, pasadas semanas de sonrisas idénticas, compras y más compras.
Los miro y envidio a todos por ser tan mecánicos, tan servibles. Engranando todos, los unos a los otros. Piezas funcionales en la maquinaria de la vida, en la maquinaria del mercadeo, el de la continuidad eterna. Mientras yo averiado, pieza inutilizable, apartada del resto, limitándome a tan solo verlas girando, abriendo las puertas, cogiendo un producto, pagando lo más o menos que se les pide, cogiendo las monedas que le entregan a uno como vuelto pero siempre es menos, siempre vuelve menos a nuestras manos. 
Unos contra otras girando, llevando la movilidad de la enorme maquinaria de lo que llaman también vida digna. Ocupados seleccionando de los anaqueles, de los reposteros, de las mesas imaginarias eso por lo que tanto luchan. Ocupados todos en seguir girando, porque es lo único que saben, solo girar, sin descanso, tan solo girar hasta el hartazgo.
Se abren los ojos y salen todos a la competencia loca de ver quien termina la vuelta antes que los demás. Una competencia en la que empiezan agarrándose los unos a los otros sin reparar del que esta más próximo, sin importarle llegar al único final, en el mismo sentido y seguir empeñados en girar más rápido, porque quiere llegar primero que el resto. ¡Bah! como si vivir fuese una competencia. 
Todos ellos, por eso los envidio porque luchan a pesar de caer como único número central. Por eso y porque soy una pieza inservible, apartada, sin girar ni a favor ni en contra, simplemente no girar para permanecerse estancado.

Por eso.


-Melvin Jara

jueves, 17 de agosto de 2017

NICOMEDES CÓRDOVA


No había odiado ni sentido tanta envidia por alguien tan fuerte como aquella vez por el niño Nicomedes Córdova y no la envidia por ser el hijo de una joven pareja de adinerados abogados que acababa de mudarse al barrio. Es que no era una envidia solo por las cosas que él poseía si no por sus aciertos y por su mente perversa y audaz. Envidia de eso y al mismo tiempo un odio que me hacía apretar los dientes hasta el punto de sentir un hincón en la cabeza, odio por su crimen y el premio no merecido, odia por esa sonrisa de triunfo comprado. Era yo un niño en aquel entonces y aunque nunca llegué a conocerlo completamente lo odié y envidié, pues enceguecido de todos esos sentimientos negativos por el hecho que les contaré decidí nunca tratarlo.
Es que aquella vez quise ser él, las ganas de ocupar su lugar fueron tantas que también me odié y cargué todo eso por tanto tiempo que hoy tengo que contarlo para dejarlo de lado y continuar.
Todo ocurrió una tarde de domingo, salíamos a la calle a jugar como todos los fines de semana. Cada uno en su bicicleta, diversos colores y modelos de velocípedos y muchos niños pedaleando en la cuadra esperando al inicio de la competencia semanal. Envolturas de caramelos de limón, sobrecitos de helados, reverso de figuritas en el piso. Empezábamos a tomar la calle y a llenarla de carcajadas oyendo periplos narrados con esa exageración de aquellos años, usando los sisísimos y ototes. Mientras iba puliendo mi vieja máquina pedaleadora, una Monark de color verde. Todos andaban sumidos en conversaciones, con sus bicis o llevándose un caramelo a la boca cuando él hizo su aparición. Tenía una muy bonita bicicleta color naranja con amortiguadores y todo, llegó dando saltitos en la vereda, en la pista y hasta cerquísima de nosotros con total galantería, se detuvo, miró a todos con desdén, como si sus ojos fueran demasiado para estar gastándola en nuestra presencia. Murmuraban algunos a unos pasos de distancia y en estos momentos da igual si fueron dos o diez: Qué bonita bicicleta, qué geniales saltos da, es el nuevo chico de la cuadra.
 En esa época nadie en el vecindario se atrevía a dar esos saltos por temor a salir lastimados en alguna de las caídas de aprendizaje –porque para poder hacer algo de manera natural hacen falta los tropiezos –o  malograr sus preciadas bicicletas. Así que todos estuvimos atentos a los jugueteos del chico nuevo. Era mayor sin duda, quizá por unos tres o cuatro años, con seguridad nunca lo supe, pero era un hecho que en esa época era esa la distancia la que nos separaba. Estaba bien vestido con su camisa jean a cuadros y su short también de jean con unas zapatillas rojas, alrededor todos sorprendidos y maravillados con él, puesto que ninguno de nosotros había lograba realizar aquellas piruetas, con saltitos y pequeños brincos que a uno le parecía ver el salto de un saltamontes. Sus saltos eran perfectos, la mueca de su cara llena orgullo, con la seguridad de que todos lo veían y a sabiendas repetía los saltos y se iba acercando al grupo.
Paco dijo: Hace falta practicar mucho para poder hacerlo mano. ¡Ese chibolo es capazo!
Y no pude negarlo, no pude negarlo ni decir nada porque sabía que me tardaría un par de meses para poder aprender a realizarlos con decencia.
Se acercó al grupo, justo cuando nos preparábamos para una de nuestras acostumbradas carrera, éramos muchos aquella tarde, pero de pronto llega ese tipo y empieza a revolcar todo. Imagínese y en mi propia cuadra para decir con su voz toda chillona y gruesa:
-¿Juguemos chicos?
Nos vimos las caras entre todos guardando silencio. Fue Juan rompió ese frío cuadro:
-Bacán tu ticla, está en todas.
Devolvió una sonrisa, de esas que uno sabe con solo verlas que son de compromiso:
-Qué dicen ¿jugamos?
Apretando fuertemente mis puños di un paso:
-Empezaremos una carrera hasta la plaza de armas, daremos dos vueltas y el primero en llegar a este lugar es el ganador. La inscripción es de veinte centavos.
-Bacán, mientras metía a mano al bolsillo izquierdo del short. Le sonaron los bolsillos y sacó una moneda de cincuenta centavos buscando la mirada de cada uno de los presentes obviando los míos, fue Juan quién tomó como de costumbre la moneda luego volteó a nosotros y empezó a recolectar las monedas. Gritó que había dos cincuenta y los once participantes nos alineamos detrás del paso de cebra, entre nosotros el Nicomedes Córdova limpiando su camisita y sentándose sobre su bonita bicicleta. Sonreí para mis adentros pues todos del barrio sabían que siempre ganaba yo. Pedaleaba sin detenerme, pedaleaba muy fuerte durante todo el trayecto, desde que salía hasta que volvía. El verdadero motivo de todo este trabajo eran los taps que eran una moda en ese entonces, pedaleaba para poder tener las monedas y poder comprar los snacks en los que venían. Al salir de casa los días domingos  me acercaba primero al puesto de la señora Raquel y decirle que me separe dos Cheetos porque iba con seguridad de ganar la carrera. Ese día no había sido la excepción y fui a pedirle nuevamente, me dijo que sólo tenía justo dos y que los guardaría por ser un buen niño y pensé que ya no volverían a venderlos y se lo pregunté, respondió con un: traerán más el día de mañana pequeño. Salí agradecido y  contento listo para celebrar un triunfo más.
Todos listos para salir esperando la señal para salir rápidamente. Eran doce cuadras las cuales nos separaban del triunfo, doce más la vuelta en la plaza de armas, seis cuadras de ida y seis de vuelta. A sólo esa distancia de volver a ganar y tener los taps en el bolsillo.
Más allá Nicomedes llamaba a los mirones y daba la impresión que andaba preguntándoles algunas cosas, quién sabe qué y de pronto volteó para verme y los que estaban junto a él me señalaron y otra vez esa sonrisa en su rostro.
Paco gritó:
PREPARADOS
LISTOS
¡YA!
Todos saliendo uno tras otro, con la mirada puesta en el camino, concentrados en cada pedaleo, empujando la pierna al unísono. Mientras uno concentrado pensando en los taps que pronto pasarían a ser parte de mi colección. Los demás veían al chico mayor como un posible rival por ser mayor y más alto que todos nosotros.
Aferrado al timón, apretando los dientes, disparado a toda velocidad. Pasando la primera cuadra, a la par de otros cuatro competidores, también con ansias de triunfo. Los siete restantes venían detrás, intimidados por el tráfico de las calles. Enrique le bajó la velocidad al casi chocar con una mototaxi roja, torito bajaj, en la segunda esquina. Carlitos se detuvo en el semáforo dejándonos al Juan, el Nicomedes y yo en la delantera. Pedaleamos al mismo ritmo hasta la quinta cuadra donde una vez choqué contra una mujer de unos 50 años y ella salió volando unos metros y se levantó enojadísima ahí me vine a dar cuenta que era la casera de mamá y qué mamá en ese entonces hacía muchísimas compras y que la mujer no me hizo nada más que maldecir una y otra vez conteniendo esas ganas de querer jalarme de las orejas y se fue así sin más. Se notaban cansados por los pedaleos constantes, lo complicado de esta carrera era esquivar los autos y las mototaxis que día a día eran más; quién sabe si un día estos pequeños vehículos traigan alguna plaga en nuestra ciudad. El Juan siempre perdía el ritmo al llegar a la plaza de armas, ahí siempre le sacaba una ventaja considerable, hasta ahí era donde siempre llegaba él. Me asustaba el nuevo por ser mayor y por su bonita bicicleta. Pero justo antes de llegar a la plaza frenó intempestivamente dejándonos al Juan y a mí en la carrera, sonreí aliviado y seguro por fin. Como siempre Juan quedó relegado en la plaza donde los árboles verdes proyectaban una pequeña sombra que da hogar a miles de insectos. Seguí con el pedaleo fuerte y constante para llegar lo antes posible a la meta. Estaba cansado, las piernas me dolían a cada cuadra que iba dejando, pero continuaba adelante, sin voltear atrás porque hacerlo perdería tiempo. Porque solo necesitaba llegar a la meta, recibir el premio e ir corriendo a la tienda de la tía Raquel para comprar los dos chizitos y con suerte me tocarían new, newto y hasta alguna de las medallas para que mi colección de taps esté recontra bacán. Podría también tocarme alguna que otra repetida pero esto ya no importaba después de todo podría cambiarlas o usarlas de pago en alguno de las competencias.
Me faltaban tan solo dos cuadras para cruzar la meta, las piernas empezaban a doler cada vez menos, quién sabe si era porque el saberse ganador lo hace a uno olvidarse de todos los dolores y de todos los achaques que lo embarguen a uno en determinado momento. Todos en el punto de partida estaban reunidos, pensé que era la comitiva de celebración ante mi triunfo pero al cruzar la línea de meta imaginaria me percaté que la aglomeración estaba alrededor del Nicomedes. Bajé de la bici y esperé aún sobresaltado, con la respiración agitada, a que llegué Juan. Quién no tardó demasiado en acabar la carrera, ocupando el segundo y meritorio segundo puesto. Bajó de su bicicleta y se acercó a mí, viéndome directamente a los ojos, preguntando con la mirada lo mismo que preguntaba yo: ¿Por qué todos rodeaban al chico nuevo cuando éramos nosotros los ganadores?
Empezaron a ir llegando los demás, de uno en uno. Es que para ellos el llegar ya era un triunfo. Ninguno de los que acabaron la carrera se acercó al grupo que rodeaba a Nicomedes. Nos veíamos todos, sorprendidos pues no era posible que todos acompañen a alguien que arrugo en plena carrera.
Juan me entregó lo recolectado, ni bien tomé las monedas salí rápidamente a la tienda por lo pactado con la señito Raquel. Con felicidad a cada pedaleo, dejé la bici en la puerta y entré con pasos presurosos, se podría decir que casi corría, mientras iba contando las monedas, todo completo. Me quedarían un sol cincuenta y podría también darme el lujo de comprarme un chupete y algunos dulces más.
Toqué tres veces hasta que vi a la señito Raquel aparecer por su puerta trasera, caminar lentamente y pararse detrás de la reja que la hacía sentir segura pues en ese entonces como ahora la delincuencia iba en aumento, me miraba triste.
-Seño ¡Ya! Deme los dos chizitos- colocando las monedas en el mostrador- y un chupete para refrescarme.
Bajó los ojos al mostrador, parecía contar las monedas, parecía que las palabras no le salían, sus ojos brillosos como si contuviesen un río de lágrimas. Por fin dijo con una voz ronca, suave y culposa, casi quebrándose.
-Lo siento André, ya los vendí –y desvió la mirada a una esquina de la tienda, una esquina donde reposaban los jabones y detergentes de varios colores. No la pude culpar en aquel momento, porque ella sabía que yo me esforzaba en ganar y poder pagarle por los dulces esos. Sabía que incluso no me comía los chizitos, que todo era por los taps que venían dentro.
-Pe…pero –musité destrozado- Le dije que los separara –sentencié casi gritando.
-Lo siento, se lo dije también. Pero insistió tanto y tanto que acabo pagando dos soles por cada chizito. Lo siento en verdad –Mientras sus manos hurgaban en el cajoncito de dulces- ¡Mira! –Extendiendo la mano con unos caramelos- Te los regalo si me disculpas y te prometo que en cuanto lleguen los nuevos chizitos te los venderé a mitad de precio ¿Sale?
Cogí las monedas del mostrador, todas y salí sin decir una sola palabra, salí completamente enojado, cansado, triste. Levanté la bicicleta y subí en ella ignorando a la señora Raquel que llamaba una y otra vez desde su lado seguro de la tienda, detrás de las rejas. Llegué con el desgano brotándome en cada pedaleo al punto inicial de la carrera. El Nicomedes seguía aún rodeado de chiquillos, uno de ellos salía de ahí sonriente y sorprendido. Le pregunté cuando estuvo cerca.
¿Por qué tanto rollo si ese ni acabo la carrera?
-Ese tan Nicomedes regresó antes y se fue directito a donde la ñora Raquel y regresó contando a todos que pagó dos soles por cada uno de ellos y ¡no sabes que!
-¿Qué? – respondí entendiendo todo por fin.
-¡Le tocó newto y la medalla de Fuego! Y lo está enseñando a todos. Ah, también está invitando caramelos. Mira, ¿quieres? –Sacando unos caramelos de pera del bolsillo y enseñándolos.
-Yo paso –dije con voz que ya se iba partiendo en miles de pedacitos.
Guardó sus caramelos y continuó su caminar. Ya solo, sobre mi máquina pedaleadora, con los dos soles cincuenta centavos en el bolsillo maldije al niño que tenía en sus manos mis taps. Saqué las monedas e intenté aventarlas con todas mis fuerzas, el enojo se apoderaba de mí, pero era mi premio por haber ganado la competencia así que lo guardé y me puse a pensar en que debía de conseguir urgentemente una nueva casera que respete lo pactado y no se deje vencer por unos cuantos centavos demás. Odiando y envidiando en ese momento como nunca antes, como nunca hasta este momento a ese tal Nicomedes Córdova que a pesar de no acabar el circuito me había quitado todo por lo que había competido aquella mañana.
-La vida es injusta –murmuré a regañadientes y eso que él era el hijo de una pareja que se dedicaba a impartir justicia.
Se hacía tarde, todos se dispersaban rumbo a sus casas. Nicomedes quedaba sólo, al verme se le dibujo una sonrisa llena de malicia. Miró su mano derecha, al parecer tenía en ella los taps y los guardó en el bolsillo derecho del short que aún permanecía limpiecito.
-¡Mierda!
Fue lo último que recuerdo haber dicho aquella mañana que se volvía tarde, salí pedaleando a toda velocidad, necesitaba llegar a mi hogar. Iban a dar las doce del mediodía, empezaba a tener hambre y necesitaba estar en mi lado seguro de casa para poder llorar. 


Melvin Jara.