sábado, 2 de diciembre de 2017

BICICLETAS DESGASTADAS.

Como siempre, las 3:30







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Al concluir de la clase, salimos en grupo. Enrique llevaba los cuadernillos y los papelotes con los apuntes de la exposición. Ella andaba con pasos presurosos, camisa a cuadros blancos y rojos dejando ver el relieve de unos pechos que se perdían entre el estampado de una playa sobre el polo. El pelo atado, negro. Pulseras adornando su muñeca, pecas en la cara, sonrisa diáfana, ojos saltones. Las calles y el tráfico iban atrapando cualquier intento de conversación. Yo con las botellas de gaseosas y paquetes con galletas.  
¿Total, dónde vamos? De las cinco distintas voces, fuimos seis aquella tarde, nos sentamos

Habló con la suavidad de los años que nos diferenciaba, doce tan solo, con suavidad, aplomo y querencia. Y sus ojos ahogaron a los míos, entre plática, silencios. Habló de la bicicleta y el paseo que gusta dar en ella. Contó lo bien que pedalear sin cesar había traído a su salud, sobre lo beneficioso para su alma.
  Recordó incluso el gran viaje y acabó mordiéndose los labios. Tomó mis ojos y sacó el jugo de ellos, sin tocarlos. Dejó el vaso vacío, ya no parecía haber seis. Será que el desmembramiento los fue dejando cansados y sin palabras.ara todos. Su voz me contuvo con un susurro imperceptible para los demás. Dejo caer luego sobre la mesa tres frases en voz alta y de pronto fuimos doce, en la misma mesa, fuimos doce y en aquel momento de su bolso salieron frases del Vallejo chorreándose por el piso, manchándolo de negro y recordé “Espergesia”. Entre tantas preguntas y respuestas sueltas, las edades salían a flote, para ganar peso y destruir de una vez las mesas, empezar a correr, para respirar tranquilamente, toparnos con el tráfico, tragárnosla lentamente.
Paola, qué estaba sentada en mi derecha pareció despertar, dijo que tenía la garganta inflamada por contener por años tantas cosas por decir. Habló de Dios, aliens, amor. La mesa era atea, cuatro a uno, mientras yo no dudaba del todo de la palabra del hombre. En medio de tanta mentira se esconde también la verdad. Empezamos a llorar por nosotros, por la humanidad y los animales. Lloramos por las plantas y rezamos juntos un avemaría para luego leer Helamán 16:22. Paola parecía ahogarse, sus manos le temblaban y entre graznidos en vez de murmullo acabo apagándose.  Enrique, sentado a mi izquierda. Dejando un poco lejos a Marcia, dueña de la antología del Vallejo. Estaba luego Rebeca y sus ojos aguados. Yolanda y Diana acababan de cerrar la mesa.
Marcia volvió a soltar palabras y todas las miradas llegaron hasta ella. Quien sonreía como una niña, su rostro no había sido tan golpeado por los terribles años, a pesar de llevarme doce años era mucho más joven que cualquiera en la mesa. Empezó a llamarme por mi nombre, seguro porque nadie repararía en lo que dijéramos. Repitió tres veces mi nombre, las tres veces sin dejar de verme a los ojos. Volvió a contar sobre su bicicleta, esta vez comunicó que yacía guardada y fría en el ático, empolvada y acongojada, olvidada junto a otros juguetes. Dijo que no tenía tiempo, que faltaban las ganas de otrora, hasta sobre el mal clima y que esto no dejaba salir tranquilamente. Guardo silencio y comprendí su soledad. A pesar de andar rodeados de cinco en ese momento, quizá por eso Vallejo esperaba con expectativa al tope, dejándose ver la portada, y realizar su aparición. Su voz quedó colgada, lánguida sobre la mesa y su vacío vaso y el libro en su cartera pareció incendiarse, morir en abril y con aguacero. Le dije que podría acompañarla en los paseos en bici. Sonrió y dijo que tendría que desempolvar primero, enderezar el timón, inflar las llantas y modificar el asiento. Prometí ayudarla con el tema de las llantas. No dejaba de sonreír, la mesa de cristal dejaba ver sus pequeños pies avanzando lentamente hacía los míos, no dejaba de sonreír mientras todos estaban desaparecidos. Marcía tenía una sonrisa exquisita, era de aquellos rostros que no parecían sonreír y quizá por ello verla con la sonrisa entera volvía ese acto tan sublime y suave.
Lástima que todo sucedió cuando ella estuvo a punto de darme la dirección exacta de donde nos encontraríamos para el pedaleo. La mesa explosionó por tanto peso, dejando vidrios rotos, el piso mojado, astillas y cuatro voces quejumbrosas y asustadas. Enrique se limpiaba el pantalón de las pequeñas astillas, Paola secaba su rostro y su mano, Rebeca, Yolanda y Diana reían como locas buscando disimular su miedo. Marcia no volvió a decir nada, ni durante el trayecto. Sabía que su palabra ahora cargaba mayor peso y podría aplastar cualquier superficie. Por eso anduvo con los labios cerrados, mirándome de reojo para luego enterrarla en el piso.

Llegamos al paradero, la abracé esperando se le escape algún susurro y pueda empaparme en ella. Apreté fuertemente y ni siquiera un suspiro. Nos apartamos lentamente, nuestros compañeros se despedían entre ellos, estiró su mano hasta llegar a la mía y dejó un papelito para irse corriendo. Para desaparecer en el ómnibus que la llevaría de regreso. Se despidieron de mí tan rápido que no pude darme cuenta, mientras intentaba no apretar tanto los puños y así evitar se mojen con el sudor que se iba acumulando en mis manos. Cuando se fueron todos abrí la mano para toparme con un pedazo de papel humedecido y desecho, donde a duras penas se lograba ver lo que fue un número, hecho con lápiz. El sudor de mis manos había vuelto a jugarme una situación triste, no quise admitir este hecho y acabé culpando a Marcia y al poder destructivo de aquella noche.

-Melvin Jara



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