Vivía a dos casas desde que tenía unos tres años, llegaba de
un pueblo lejano. Aunque nunca supe de donde, hay cosas que no se preguntan así
nada más, porque es mejor no saber absolutamente todo, siempre dejar un halo de
misterio. Tenía dos carros rojos, eso me llamó muchísimo la atención, por lo
cual me acerqué a saludarlo cuando éramos niños. Tenía los ojos tristes y una
delgada línea dibujada en los labios que se abrieron suavemente cuando me dijo
su nombre: André Segovia, tan despacito que lo insté a que volvería a decirlo.
-Dilo fuerte.
-ANDRÉ SEGOVIA
Lo comprendió rápidamente pues mientras volvía a cerrar su
pequeña boca estiraba su mano con un carrito rojo en ella. Esto fue lo que nos
hizo amigos en aquel entonces, aquella vez jugamos hasta entrada la tarde. Era
experto creando historias y con la ilación de estas, jugamos por ejemplo a
carreras imaginarias atravesando el desierto de la costa, él iba describiendo
los caminos que recorríamos e iba inventando poblaciones y pobladores que
salían de casa dispuestos a ver la magnífica competencia, todos los vecinos inundaban las callecitas con palabras de
halago para ambos autos rojos que avanzaban
levantando polvo y casi volando iban dejando atrás su pequeño caserío, hablaba
muy bien y con tremenda voz a pesar de los pequeños labios dibujados en su
rostro. Pasamos aquella vez por muchos pueblos y muchas personas sorprendidas
salían de sus imaginarias casas a ver el espectáculo y mezclarse con la
polvareda que dejamos.
Así era cuando lo conocí, por los carritos rojos y por la
imaginación que lo acompañaba a pesar de ser pequeño y flaquito. Lleno de
tráfico y peatones dentro de su cabeza. Así era él, así lo conocí, así nos
conocimos y jugamos por mucho tiempo, pero yo a esa edad no sabía la definición
exacta de esa palabra y sólo jugamos.
-¡André! Vamos a jugar, salió de mi boca como una
ametralladora.
En respuesta solo hubo silencio, no me miraba, sus ojos
centrados en los carritos rojos con llantitas limpias. Ahora tenía el traje
limpiecito y estaba bien peinado, volví a pasarle la voz:
-¡André! Jugamos a las canicas, pensando que tal quería que
también yo comparta algo, te presto mis caninas, ¡mira! Tengo de varios
colores; mientras sacaba algunas entre lecheritas, americanas y las
japonesas.
Tampoco habló, pero esta vez sus ojos vieron fugazmente a la
ventana de su casa donde su madre con mirada de soldado y sus brazos cruzados
esperaba atenta, ahí lo comprendí.
No dije nada, guardé las canicas en el bolsillo de donde las
saqué. Lo vi por última vez, aún con ganas de jugar con el carrito rojo con las
llantitas limpiecitas mientras narraba alguna nueva historia de esos pueblitos
que recorrimos durante nuestra carrera, pero esta vez no sería así y todo por
culpa de su madre que seguro no quería que su niñito se ensucie la camisa
recién planchadita.
-Vieja conchetumare, dije y salí a seguir con el negocio de
mis canicas.
-Melvin Jara
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