viernes, 19 de mayo de 2017

ANDRÉ SEGOVIA.



Vivía a dos casas desde que tenía unos tres años, llegaba de un pueblo lejano. Aunque nunca supe de donde, hay cosas que no se preguntan así nada más, porque es mejor no saber absolutamente todo, siempre dejar un halo de misterio. Tenía dos carros rojos, eso me llamó muchísimo la atención, por lo cual me acerqué a saludarlo cuando éramos niños. Tenía los ojos tristes y una delgada línea dibujada en los labios que se abrieron suavemente cuando me dijo su nombre: André Segovia, tan despacito que lo insté a que volvería a decirlo.

-Dilo fuerte.
-ANDRÉ SEGOVIA

Lo comprendió rápidamente pues mientras volvía a cerrar su pequeña boca estiraba su mano con un carrito rojo en ella. Esto fue lo que nos hizo amigos en aquel entonces, aquella vez jugamos hasta entrada la tarde. Era experto creando historias y con la ilación de estas, jugamos por ejemplo a carreras imaginarias atravesando el desierto de la costa, él iba describiendo los caminos que recorríamos e iba inventando poblaciones y pobladores que salían de casa dispuestos a ver la magnífica competencia, todos los vecinos  inundaban las callecitas con palabras de halago  para ambos autos rojos que avanzaban levantando polvo y casi volando iban dejando atrás su pequeño caserío, hablaba muy bien y con tremenda voz a pesar de los pequeños labios dibujados en su rostro. Pasamos aquella vez por muchos pueblos y muchas personas sorprendidas salían de sus imaginarias casas a ver el espectáculo y mezclarse con la polvareda que dejamos.
Así era cuando lo conocí, por los carritos rojos y por la imaginación que lo acompañaba a pesar de ser pequeño y flaquito. Lleno de tráfico y peatones dentro de su cabeza. Así era él, así lo conocí, así nos conocimos y jugamos por mucho tiempo, pero yo a esa edad no sabía la definición exacta de esa palabra y sólo jugamos. 
Pasaron muchos meses luego de aquella vez, él era poco de salir mientras que yo era una mataperro y paraba en las esquinas ganando canicas a diestra y siniestra para luego negociarlas y volverlas a ganar, hasta que volvió a salir cargando los carritos con los que jugamos una tarde. Dejé a mis oponentes y salí a pasarle la voz:
-¡André! Vamos a jugar, salió de mi boca como una ametralladora.
En respuesta solo hubo silencio, no me miraba, sus ojos centrados en los carritos rojos con llantitas limpias. Ahora tenía el traje limpiecito y estaba bien peinado, volví a pasarle la voz:
-¡André! Jugamos a las canicas, pensando que tal quería que también yo comparta algo, te presto mis caninas, ¡mira! Tengo de varios colores; mientras sacaba algunas entre lecheritas, americanas y las japonesas. 

Tampoco habló, pero esta vez sus ojos vieron fugazmente a la ventana de su casa donde su madre con mirada de soldado y sus brazos cruzados esperaba atenta, ahí lo comprendí.
No dije nada, guardé las canicas en el bolsillo de donde las saqué. Lo vi por última vez, aún con ganas de jugar con el carrito rojo con las llantitas limpiecitas mientras narraba alguna nueva historia de esos pueblitos que recorrimos durante nuestra carrera, pero esta vez no sería así y todo por culpa de su madre que seguro no quería que su niñito se ensucie la camisa recién planchadita.

-Vieja conchetumare, dije y salí a seguir con el negocio de mis canicas.


-Melvin Jara

No hay comentarios:

Publicar un comentario