No había odiado ni sentido tanta envidia por alguien tan
fuerte como aquella vez por el niño Nicomedes Córdova y no la envidia por ser
el hijo de una joven pareja de adinerados abogados que acababa de mudarse al
barrio. Es que no era una envidia solo por las cosas que él poseía si no por
sus aciertos y por su mente perversa y audaz. Envidia de eso y al mismo tiempo
un odio que me hacía apretar los dientes hasta el punto de sentir un hincón en
la cabeza, odio por su crimen y el premio no merecido, odia por esa sonrisa de
triunfo comprado. Era yo un niño en aquel entonces y aunque nunca llegué a
conocerlo completamente lo odié y envidié, pues enceguecido de todos esos
sentimientos negativos por el hecho que les contaré decidí nunca tratarlo.
Es que aquella vez quise ser él, las ganas de ocupar su
lugar fueron tantas que también me odié y cargué todo eso por tanto tiempo que
hoy tengo que contarlo para dejarlo de lado y continuar.
Todo ocurrió una tarde de domingo, salíamos a la calle a
jugar como todos los fines de semana. Cada uno en su bicicleta, diversos colores
y modelos de velocípedos y muchos niños pedaleando en la cuadra esperando al
inicio de la competencia semanal. Envolturas de caramelos de limón, sobrecitos
de helados, reverso de figuritas en el piso. Empezábamos a tomar la calle y a
llenarla de carcajadas oyendo periplos narrados con esa exageración de aquellos
años, usando los sisísimos y ototes. Mientras iba puliendo mi vieja máquina
pedaleadora, una Monark de color verde. Todos andaban sumidos en
conversaciones, con sus bicis o llevándose un caramelo a la boca cuando él hizo
su aparición. Tenía una muy bonita bicicleta color naranja con amortiguadores y
todo, llegó dando saltitos en la vereda, en la pista y hasta cerquísima de nosotros
con total galantería, se detuvo, miró a todos con desdén, como si sus ojos
fueran demasiado para estar gastándola en nuestra presencia. Murmuraban algunos
a unos pasos de distancia y en estos momentos da igual si fueron dos o diez:
Qué bonita bicicleta, qué geniales saltos da, es el nuevo chico de la cuadra.
En esa época nadie
en el vecindario se atrevía a dar esos saltos por temor a salir lastimados en
alguna de las caídas de aprendizaje –porque para poder hacer algo de manera
natural hacen falta los tropiezos –o malograr sus preciadas bicicletas. Así que
todos estuvimos atentos a los jugueteos del chico nuevo. Era mayor sin duda,
quizá por unos tres o cuatro años, con seguridad nunca lo supe, pero era un hecho
que en esa época era esa la distancia la que nos separaba. Estaba bien vestido
con su camisa jean a cuadros y su short también de jean con unas zapatillas rojas,
alrededor todos sorprendidos y maravillados con él, puesto que ninguno de
nosotros había lograba realizar aquellas piruetas, con saltitos y pequeños
brincos que a uno le parecía ver el salto de un saltamontes. Sus saltos eran
perfectos, la mueca de su cara llena orgullo, con la seguridad de que todos lo
veían y a sabiendas repetía los saltos y se iba acercando al grupo.
Paco dijo: Hace falta practicar mucho para poder hacerlo
mano. ¡Ese chibolo es capazo!
Y no pude negarlo, no pude negarlo ni decir nada porque
sabía que me tardaría un par de meses para poder aprender a realizarlos con
decencia.
Se acercó al grupo, justo cuando nos preparábamos para
una de nuestras acostumbradas carrera, éramos muchos aquella tarde, pero de
pronto llega ese tipo y empieza a revolcar todo. Imagínese y en mi propia
cuadra para decir con su voz toda chillona y gruesa:
-¿Juguemos chicos?
Nos vimos las caras entre todos guardando silencio. Fue
Juan rompió ese frío cuadro:
-Bacán tu ticla, está en todas.
Devolvió una sonrisa, de esas que uno sabe con solo
verlas que son de compromiso:
-Qué dicen ¿jugamos?
Apretando fuertemente mis puños di un paso:
-Empezaremos una carrera hasta la plaza de armas, daremos
dos vueltas y el primero en llegar a este lugar es el ganador. La inscripción
es de veinte centavos.
-Bacán, mientras metía a mano al bolsillo izquierdo del
short. Le sonaron los bolsillos y sacó una moneda de cincuenta centavos
buscando la mirada de cada uno de los presentes obviando los míos, fue Juan
quién tomó como de costumbre la moneda luego volteó a nosotros y empezó a
recolectar las monedas. Gritó que había dos cincuenta y los once participantes
nos alineamos detrás del paso de cebra, entre nosotros el Nicomedes Córdova
limpiando su camisita y sentándose sobre su bonita bicicleta. Sonreí para mis
adentros pues todos del barrio sabían que siempre ganaba yo. Pedaleaba sin
detenerme, pedaleaba muy fuerte durante todo el trayecto, desde que salía hasta
que volvía. El verdadero motivo de todo este trabajo eran los taps que eran una
moda en ese entonces, pedaleaba para poder tener las monedas y poder comprar
los snacks en los que venían. Al salir de casa los días domingos me acercaba primero al puesto de la señora
Raquel y decirle que me separe dos Cheetos porque iba con seguridad de ganar la
carrera. Ese día no había sido la excepción y fui a pedirle nuevamente, me dijo
que sólo tenía justo dos y que los guardaría por ser un buen niño y pensé que
ya no volverían a venderlos y se lo pregunté, respondió con un: traerán más el
día de mañana pequeño. Salí agradecido y
contento listo para celebrar un triunfo más.
Todos listos para salir esperando la señal para salir
rápidamente. Eran doce cuadras las cuales nos separaban del triunfo, doce más
la vuelta en la plaza de armas, seis cuadras de ida y seis de vuelta. A sólo
esa distancia de volver a ganar y tener los taps en el bolsillo.
Más allá Nicomedes llamaba a los mirones y daba la
impresión que andaba preguntándoles algunas cosas, quién sabe qué y de pronto
volteó para verme y los que estaban junto a él me señalaron y otra vez esa
sonrisa en su rostro.
Paco gritó:
PREPARADOS
LISTOS
¡YA!
Todos saliendo uno tras otro, con la mirada puesta en el
camino, concentrados en cada pedaleo, empujando la pierna al unísono. Mientras
uno concentrado pensando en los taps que pronto pasarían a ser parte de mi
colección. Los demás veían al chico mayor como un posible rival por ser mayor y
más alto que todos nosotros.
Aferrado al timón, apretando los dientes, disparado a
toda velocidad. Pasando la primera cuadra, a la par de otros cuatro
competidores, también con ansias de triunfo. Los siete restantes venían detrás,
intimidados por el tráfico de las calles. Enrique le bajó la velocidad al casi
chocar con una mototaxi roja, torito bajaj, en la segunda esquina. Carlitos se
detuvo en el semáforo dejándonos al Juan, el Nicomedes y yo en la delantera.
Pedaleamos al mismo ritmo hasta la quinta cuadra donde una vez choqué contra
una mujer de unos 50 años y ella salió volando unos metros y se levantó
enojadísima ahí me vine a dar cuenta que era la casera de mamá y qué mamá en
ese entonces hacía muchísimas compras y que la mujer no me hizo nada más que
maldecir una y otra vez conteniendo esas ganas de querer jalarme de las orejas
y se fue así sin más. Se notaban cansados por los pedaleos constantes, lo
complicado de esta carrera era esquivar los autos y las mototaxis que día a día
eran más; quién sabe si un día estos pequeños vehículos traigan alguna plaga en
nuestra ciudad. El Juan siempre perdía el ritmo al llegar a la plaza de armas,
ahí siempre le sacaba una ventaja considerable, hasta ahí era donde siempre
llegaba él. Me asustaba el nuevo por ser mayor y por su bonita bicicleta. Pero
justo antes de llegar a la plaza frenó intempestivamente dejándonos al Juan y a
mí en la carrera, sonreí aliviado y seguro por fin. Como siempre Juan quedó
relegado en la plaza donde los árboles verdes proyectaban una pequeña sombra
que da hogar a miles de insectos. Seguí con el pedaleo fuerte y constante para
llegar lo antes posible a la meta. Estaba cansado, las piernas me dolían a cada
cuadra que iba dejando, pero continuaba adelante, sin voltear atrás porque hacerlo
perdería tiempo. Porque solo necesitaba llegar a la meta, recibir el premio e
ir corriendo a la tienda de la tía Raquel para comprar los dos chizitos y con
suerte me tocarían new, newto y hasta alguna de las medallas para que mi
colección de taps esté recontra bacán. Podría también tocarme alguna que otra
repetida pero esto ya no importaba después de todo podría cambiarlas o usarlas
de pago en alguno de las competencias.
Me faltaban tan solo dos cuadras para cruzar la meta, las
piernas empezaban a doler cada vez menos, quién sabe si era porque el saberse
ganador lo hace a uno olvidarse de todos los dolores y de todos los achaques
que lo embarguen a uno en determinado momento. Todos en el punto de partida
estaban reunidos, pensé que era la comitiva de celebración ante mi triunfo pero
al cruzar la línea de meta imaginaria me percaté que la aglomeración estaba
alrededor del Nicomedes. Bajé de la bici y esperé aún sobresaltado, con la
respiración agitada, a que llegué Juan. Quién no tardó demasiado en acabar la
carrera, ocupando el segundo y meritorio segundo puesto. Bajó de su bicicleta y
se acercó a mí, viéndome directamente a los ojos, preguntando con la mirada lo
mismo que preguntaba yo: ¿Por qué todos rodeaban al chico nuevo cuando éramos
nosotros los ganadores?
Empezaron a ir llegando los demás, de uno en uno. Es que
para ellos el llegar ya era un triunfo. Ninguno de los que acabaron la carrera
se acercó al grupo que rodeaba a Nicomedes. Nos veíamos todos, sorprendidos
pues no era posible que todos acompañen a alguien que arrugo en plena carrera.
Juan me entregó lo recolectado, ni bien tomé las monedas
salí rápidamente a la tienda por lo pactado con la señito Raquel. Con felicidad
a cada pedaleo, dejé la bici en la puerta y entré con pasos presurosos, se
podría decir que casi corría, mientras iba contando las monedas, todo completo.
Me quedarían un sol cincuenta y podría también darme el lujo de comprarme un
chupete y algunos dulces más.
Toqué tres veces hasta que vi a la señito Raquel aparecer
por su puerta trasera, caminar lentamente y pararse detrás de la reja que la
hacía sentir segura pues en ese entonces como ahora la delincuencia iba en
aumento, me miraba triste.
-Seño ¡Ya! Deme los dos chizitos- colocando las monedas
en el mostrador- y un chupete para refrescarme.
Bajó los ojos al mostrador, parecía contar las monedas,
parecía que las palabras no le salían, sus ojos brillosos como si contuviesen
un río de lágrimas. Por fin dijo con una voz ronca, suave y culposa, casi
quebrándose.
-Lo siento André, ya los vendí –y desvió la mirada a una
esquina de la tienda, una esquina donde reposaban los jabones y detergentes de
varios colores. No la pude culpar en aquel momento, porque ella sabía que yo me
esforzaba en ganar y poder pagarle por los dulces esos. Sabía que incluso no me
comía los chizitos, que todo era por los taps que venían dentro.
-Pe…pero –musité destrozado- Le dije que los separara
–sentencié casi gritando.
-Lo siento, se lo dije también. Pero insistió tanto y
tanto que acabo pagando dos soles por cada chizito. Lo siento en verdad
–Mientras sus manos hurgaban en el cajoncito de dulces- ¡Mira! –Extendiendo la
mano con unos caramelos- Te los regalo si me disculpas y te prometo que en
cuanto lleguen los nuevos chizitos te los venderé a mitad de precio ¿Sale?
Cogí las monedas del mostrador, todas y salí sin decir
una sola palabra, salí completamente enojado, cansado, triste. Levanté la
bicicleta y subí en ella ignorando a la señora Raquel que llamaba una y otra vez
desde su lado seguro de la tienda, detrás de las rejas. Llegué con el desgano
brotándome en cada pedaleo al punto inicial de la carrera. El Nicomedes seguía
aún rodeado de chiquillos, uno de ellos salía de ahí sonriente y sorprendido.
Le pregunté cuando estuvo cerca.
¿Por qué tanto rollo si ese ni acabo la carrera?
-Ese tan Nicomedes regresó antes y se fue directito a
donde la ñora Raquel y regresó contando a todos que pagó dos soles por cada uno
de ellos y ¡no sabes que!
-¿Qué? – respondí entendiendo todo por fin.
-¡Le tocó newto y la medalla de Fuego! Y lo está
enseñando a todos. Ah, también está invitando caramelos. Mira, ¿quieres?
–Sacando unos caramelos de pera del bolsillo y enseñándolos.
-Yo paso –dije con voz que ya se iba partiendo en miles
de pedacitos.
Guardó sus caramelos y continuó su caminar. Ya solo,
sobre mi máquina pedaleadora, con los dos soles cincuenta centavos en el
bolsillo maldije al niño que tenía en sus manos mis taps. Saqué las monedas e
intenté aventarlas con todas mis fuerzas, el enojo se apoderaba de mí, pero era
mi premio por haber ganado la competencia así que lo guardé y me puse a pensar
en que debía de conseguir urgentemente una nueva casera que respete lo pactado
y no se deje vencer por unos cuantos centavos demás. Odiando y envidiando en
ese momento como nunca antes, como nunca hasta este momento a ese tal Nicomedes
Córdova que a pesar de no acabar el circuito me había quitado todo por lo que
había competido aquella mañana.
-La vida es injusta –murmuré a regañadientes y eso que él
era el hijo de una pareja que se dedicaba a impartir justicia.
Se hacía tarde, todos se dispersaban rumbo a sus casas.
Nicomedes quedaba sólo, al verme se le dibujo una sonrisa llena de malicia.
Miró su mano derecha, al parecer tenía en ella los taps y los guardó en el
bolsillo derecho del short que aún permanecía limpiecito.
-¡Mierda!
Fue lo último que recuerdo haber dicho aquella mañana que
se volvía tarde, salí pedaleando a toda velocidad, necesitaba llegar a mi
hogar. Iban a dar las doce del mediodía, empezaba a tener hambre y necesitaba
estar en mi lado seguro de casa para poder llorar.
Melvin Jara.