Volteaba sin despedirse, enojada, con los ojos fijos en
algún lado del inmenso cielo, quizá siguiendo alguna nubecilla que correr en
dirección al viento. De las manos le chorreaba todo el deseo acumulado e iba
arañando el poco aire a su alrededor, con bocanadas de aire caliente y con esa
manía en sus dedos, interminable.
Lo mucho que había hablado no había servido para nada, ahora
con las tres líneas dibujadas como marca de agua sobre su frente o como ella
decía: “Con una maldita cara de culo” y eso que me esmeré muchísimo en añadir
las dos tabletitas con la letra OC incrustadas, en la sopa que acababa de
comerse y aquellas de color naranja con
APO que puede leerse por una de las caras, disueltas en refresco de piña que
bebió rápidamente. Habían pasado como veinte minutos de la hora recomendada en
la nota que trajo el médico, y aunque acabó quitándome la nota para luego
romperla como si no fuese nada importante para echar los pedazos al basurero, no
importaba, pues memorice la hora; tres de la tarde.
Esperaba impaciente a que volteé y sonría, pero se marchaba
sin despedirse. Un poco asustado vi el reloj pulsera, ese cuya luna aún no
logro reparar más por flojera que por algún otro motivo, verificando se le pase
la sudoración de la mano, sentía que los ánimos se le iban goteando y dejaban
un charco a su alrededor. Solo quince minutos para ver los efectos del
medicamento, mientras recordaba lo que comenzó a contar mientras comía, decía
que ya había probado echarse sal en el hombro izquierdo antes de salir, pero no funcionaba. Que la mala suerte la
seguía por todos lados, Sus pasos languidecían, se iba, mutismo como estela;
quizá se perdía en todo, entre los pequeños árboles, entre las telarañas donde
se veían tres o cuatro insectos capturados en las esquinas de la verja, es que
nadie viene en estos tiempos a limpiar el jardín; se perdía acaso en este camino
empedrado en las dunas a unos kilómetros de distancia que a eso de las cinco de
la tarde empezaba a brillar con un dorado espectacular. En cuantos lugares más se podría estar,
estando en un mismo sitio.
¿Vacía? No creo eso,
no puede ser. Solo decía las cosas que pasaban por su mente mientras comía,
como lo hace la gente normal en estos días.
Se iba, dando pasitos
apresurados, dubitativos y entre cortados por rato, algo lerdos y firmes.
Esperando que mi voz la traspase y la detenga, nos sentemos a golpear las
ramas, a jugar al aire libre, a olvidarnos de la soledad, hurgar entre sus ojos
los recuerdos más alegres y abrazarla sin decir palabra alguna.
Pero no dije nada, faltaba poco para el cambio de turno y
quería evitar todo tipo distracción.
Se iba y yo era feliz de verla ir, sabiéndome ya libre y
alegre con algunas pastillas en los bolsillos, ellos no se darían ni cuenta.
Ahora la veía dando saltitos cada tanto, como si ante sus ojos las palabras
destruyeran todas las paredes, como si la conversación del almuerzo no solo
hayan sido minutos tirados al piso, si no que ahora eran parte de los caminos
que nos llevan más allá de los árboles,
en los ladridos y ladrillos, en las hojas y en el aroma de ajo que dormitaba en
la cocina que ella describía con tanta fascinación, la misma con la que ahora
miraba el campo y los cuerpos en las banquetas, sobre el pasto o en los que se
escondían en el lavado y hasta quizá en los tejados, húmedos y naranja.
Se iba así, sin acabar de contarme, nuevamente la historia
con la que siempre empezaba, la cocina y sus interminables horas preparando todo
antes de que lleguen a casa, se iba dejando como última frase que la mala suerte la seguía para todos lados.
Cuando el reloj mostraba que ya pasaron los
minutos debidos, ella se detenía por breves instantes, era como si tratase de agarrarse
al último segundo y girar a despedirse, antes de que cierre la puerta y me
ponga a recoger todo de la mesa, preparare todo para el siguiente turno, salir
rápidamente con la mercancía escondida o en el peor de los casos una
reanimación que duraría a lo mucho quince minutos más, menos mal no me acompañó su mala suerte
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-Melvin Jara
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-Melvin Jara
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