No recuerdo bien como llegué al borde de aquel puente, mis
ojos eran un río con agua de avenida, mis pasos lentos trataban de huir de mi
hermano, de mí, de estos delirios locos que acribillan sin cesar, como si se
tratara de una maldita construcción. Era él quien me pedía que me detenga:
- - Conversamos chato. Putamadre, conversemos.
Decía y sin embargo mis pasos continuaban sin detenerse como
las manecillas de un jodido reloj. Llegó
a mi lado y lo único que hice fue golpearlo a la cara con todas las fuerzas que
pude sacar en aquel momento. Golpeé tres veces su rostro hasta que vi caer
lágrimas de sus ojos y recordé cuando pequeños durante la noche cuando profería
enojado que yo no era el hijo de su padre, que aquella casa donde se cobijaba
jamás le pertenecería y que tan solo los perros eran de su propiedad. En esos
momentos le quitaba la frazada por más de media hora y justo salía a relucir
aquellos ojitos tristes, me miraba temblando en aquellos años, con los mocos colgándole
de la nariz, con una extraña ronquera que le daba un aire de viejo. Lo juro,
digo esto desde lo más profundo de mi corazón si es que acaso me queda uno aún
y no soy tan solo parte de una historia breve.
Juro que intenté abrazarlo, decirle que ya nada importaba, que los libros
empapados eran tan solo un pequeño desastre, que las letras que se habían
disuelto con el agua que acababa de usar para limpiar la casa y que había
acabado por inundar toda la biblioteca no importaba ya nada, pero no pude. En
ese momento sin saber cómo, sentí el un extraño estruendo que venía desde mi
vientre y se apoderaba no solo de mis tripas y mordía lentamente este hígado que
día a día se podría con alguna que otra infección, sentí el llamado del agua
que todo lo salva, esa que rugue como un
verdadero amo de la selva, un león marcando territorio. No tengo exactamente la
siguiente imagen que procederé a describir ya que no estoy completamente seguro
de si mi cuerpo salto del puente, de eso que me hacía estar sostenido en un
piso que me convertía en un ser terrestre. Ocho segundos de caída en la que
para ser sincero no vi el resumen de mi vida como suelen pasar en las películas
y en los libros que ahora nadaban en medio de la sala y la cocina junto a unos
cuantos trastos que olvidé lavar al salir enojadísimo de la casa. Ocho segundos
en los que tan sólo títulos de ellos pasaban por mi cabeza mezclándose con
nombres de los autores y el viento que acariciaba mi rostro. Ocho segundos de
una sopa de letras en pleno hervidero. Que cesó con un golpe seco y frío. Un
golpe que sacudió las aguas y me llevo a cubrirme de polvo y quitarme de toda
ropa que llevaba en aquel momento. Ya no escuchaba el grito de mi hermano que
segundos antes se mezclaba a ese caldo de letras que cruzaba por mi cabeza, ya
no se oía el rugido del río ni los autos que hasta ese momento eran tan sólo un
leve murmullo. Nada, solo mi cuerpo en el fondo del río sin elevarse ni mojarse
lleno de un polvo extraño que no podía mojarse y completamente desnudo. Pensé
que la muerte había obrado y que era acaso el castigo por quitarse la vida,
cerré los ojos y todavía podía sentir a ese tipo que había saltado del puente
dejando los ojos tristes de un hermano arrepentido, dejando la culpa en su
rostro y en sus manos. Abrí los ojos e intenté salir a nado del fondo en el que
me hallaba. Más al salir a flote desnudo, como ya dije, me topé con cuatro
paredes enormes y un cuadro baldío y monótono de tierra no solo en el piso,
mucha tierra y polvo en todo el pecho y las piernas y en las manos y la cara.
Es está la muerte entonces, me dije. ¿Es acaso tan solo una prisión eterna
llena de polvo, ladrillo y grava?
En ese momento, enfurruñado y con una leve excitación con
una hermosa erección hizo levantarme y correr contra aquella enorme pared de
concreto que se extendía hasta donde la imaginación llegase, esa pared infinita
que no me permitía ver el cielo y me dejaba solo con mis pensamientos. Corrí
queriendo estrellar mi cuerpo, o al menos lo que consideraba mi cuerpo, contra
aquel muro de cemento y ladrillo en blanco y negro para de una vez por todas
eliminar los restos que aún quedaba de mí. Y ¡Oh! Para mí sorpresa este se
destruyó como si fuera un castillo de naipes que se convertía en un montón de
plumas naranjas y grises. Ya fuera, sorprendido y asustado seguí corriendo
cuando me invadió una terrible hambre que jamás había experimentado, anduve hasta
llegar a una avenida vacía, las casitas que acompañaban el paisaje eran todas
de barro y quincha con techos de tejado de color mandarina donde todas las puertas permanecían abiertas, hasta que me
detuve en una que dejaba ver una mesa con un plato de asado jugoso con papas
que brillaban como el sol, un vaso enorme
de barro con un dibujo del sol acompañado de líneas verticales alrededor. Llamé
dos veces y al no recibir respuesta me adentre y acerqué directamente al plato,
en aquel momento mi estómago gruñó. Sin pensarlo dos veces cogí la carne y salí
rápidamente del lugar sin poderme percatar de que había en el vaso. Ya fuera
feliz, comencé a devorar la presa mientras avanzaba a pasos lentos concentrado
en la presa hasta que llegue a la esquina y ahora el paisaje era completamente
distinto. Ahora ante mis ojos las avenidas tenían casas de hasta tres pisos y
con enormes ventanas de lunas polarizadas. En una de estas vi mi reflejo, ya no
estaba desnudo, llevaba una camisa negra, un Blue jean antiguo y unos botines deslucidos.
No entendía nada y seguí caminando hasta dejar solo el hueso de la presa cuyo
sabor no pude sentir por la rapidez con la que la devoré. Al acabar boté el
hueso cerca de unos perros que se rascaban la oreja en un poste de alumbrado
público. De pronto recordé el sabor de las Solanum muricatum y suspiré tan
triste como cuando empecé todo esto. Cerca de estas enormes hizo su aparición una
tienda, bueno, era más un quiosco donde se exhibían dulces y un pepino amarillo
y jugoso justo como me lo había estado imaginando en aquel preciso momento. Me
acerqué y llamé, salió una enjuta y vetusta mujer de pasos lentos, quien al
verme sonrió. Qué desea joven, dijo. Mientras mostraba sus pocos dientes,
estaba abrigada a pesar de que no se sentía frío en el lugar con una enorme
chompa de lana.
Pregunté por la fruta y ella rápidamente respondió: Cinco
soles la unidad, casero.
Metí las manos en los bolsillos varias veces, más no hallé
moneda alguna. El antojo se apoderaba de mí y en un intento estúpido le dije a
la anciana que necesitaba urgentemente comer esa fruta pues si no podría incluso
morir. Accedió sin chistar y me la entregó luego de lavarla con el agua de una
botella que tenía debajo de la mesa y
cortarla, con un cuchillo que hizo su aparición como por arte de magia, en
cuatro para volver a desaparecer por donde vino.
Sorprendido continúe caminando por aquella calle, la cual no
me parecía conocida ni nada por el estilo. La curiosidad despertaba
frenéticamente en mí. Y si acaso esto es un lugar de muertos y las personas son
amables con los recién llegados como muestra de bienvenida, me dije. Anduve con
este pensamiento hasta llegar a lo que parecía un paradero de autobús en el
cual una joven de pelo corto y liso, hasta los hombros, algo corpulenta y de
gafas se encontraba sentada. Era una mujer apetecible de voluminosos pechos y
de hermoso rostro que vestía una falda roja y camisa a cuadros guinda y blanco.
Al fin y al cabo, no tengo nada que perder me dije a mi
mismo y la intercepté:
- - Disculpe, quiero hacerle el amor en este lugar.
La chica de unos veintidós años me vio con los ojos completamente
abiertos, con una leve mueca de asombro. Me ruboricé en aquel preciso momento,
las orejas rojitas, temblor en las rodillas, sonrisa nerviosa y las manos
sudorosas.
Estuve a punto de irme en aquel preciso momento. Ella seguía
viéndome de pies a cabeza un tiempo que pareció eterno. Cuando di el primer
paso para retirarme mientras limpiaba el sudor que comenzaba a poblar mi
frente. Ella me detuvo por el brazo donde ya no estaba el tatuaje de Ouróboros
que me hice una noche luego de liarme unas cuantas botellas de pisco y ron a
causa de una ruptura sentimental. Giré la cara y la vi. Se levantaba, se quitó
los lentes que llevaba en aquel momento, dejando a un lado el libro que leía
con total estoicismo, cuyo título no pude leer, se levantó de su asiento para
acercar sus labios a los míos en un suave y tierno ósculo que rápidamente
comenzó a llenarse de caricias lascivas. En contados segundos acabamos desnudos
haciéndolo a la vista y paciencia de todos, los vehículos que pasaban se
detenían unos segundos y sin decir nada avanzaban para seguir su camino. Muchos
de los ómnibus que pasaban dejaban que sus pasajeros nos tomaran fotos y entre
risa y risa continuaban su viaje. Fue un largo rato entre sudor, saliva y
espasmos, llantas y senos suaves, humo y jadeos. Al acabar, ella se vistió para
volver a tomar asiento, colocarse los lentes y retomar su lectura. Azorado y
cansado me vestí rápidamente y me despedí sin decir palabra alguna. Llegue de
pronto a un parquecito muy pequeño y algo descuidado, donde las plantas estaban
cubiertas de polvo y el pasto se veía un poco seco. Tomé asiento en una pequeña
banca mientras miraba las casas alrededor. En ese momento tuve unas terribles
ganas por fumar un cigarro, ya sea de cualquier marca, en ese momento solo
necesitaba de un maldito cigarro para dejar que todas las ideas que me
atrapaban tomen asidero y tranquilizarme por unos momentos para ver las cosas
claras. Tenía los ojos fijados en el suelo, cuando al levantarlos pude ver una
pequeña tiendecita que apareció de la nada, sonreí por lo afortunado que era en
ese lugar, me dirigí a la tienda la cual tenía como entrada un largo pasadizo
para llegar a dos mostradores pequeñísimos donde se exhibían dulces, lapiceros
y cajetillas de cigarrillo Lucky Strike, Pall Mall y Marlboro. Llamé dos veces
hasta que apareció un jovencito de unos quince años de edad quien renegaba con
algo. Preguntó casi gritando que era lo que necesitaba y pedí un cigarrillo. El
joven sacó el fallo y sin decir nada lo encendió y dio tres caladas antes de
entregármelos, me enojé muchísimo y tiré al piso el cigarrillo indignado por la
acción del jovenzuelo y sin decir nada le metí un puñetazo que lo mando al piso
donde también se le cayeron un par de monedas del bolsillo que vinieron a parar
a tan solo unos cuantos centímetros de mí. Salieron muchas personas en pocos
segundos, padre, hermanos y tíos del muchacho. Los cuales me miraban
enojadísimos, el joven no dijo nada mientras se levantaba del suelo. Explique
rápidamente los sucesos y la cara de todos ellos cambio casi de inmediato, empezando
a recriminar al niño por encender el cigarrillo, mandando al joven dentro de su
casa junto con los hermanos y los tíos. El padre de este me pidió perdón y para
enmendar todo me obsequió una cajetilla de cigarrillos y un encendedor de color
verde para también desaparecer. Antes de salir recogí las monedas, en total
unos quince soles, abrí el paquete y encendí un cigarrillo mientras deseaba ver
a mis amigos para contarles todas estas nuevas aventuras en las que me veía
enfrascado.
Al salir volví a tomar asiento en el mismo banco donde
reposaba minutos antes de ir a por el cigarrillo, cuando de pronto vi a Daniel
y Pedro, amigos de infancia y de adolescencia, los cuales andaban cagándose de
risa mientras se acercaban adonde me hallaba. Nos saludamos, ofrecí cigarros y
sin decir nada comenzamos a caminar, ya en la esquina comencé a contar todo lo
sucedido como si nada hubiese pasado, como si la vida continuara tranquilamente,
ellos me miraban asombrados y dudosos a todo lo que yo les decía. Volvimos a
pasar por el paradero donde le hice el amor a aquella jovencita de lentes, ahora
había tres mujeres sentadas y conversando entre sí. Les dije que era nuestro
día de suerte y que Pedrito por fin podría despedirse de su virginidad. Pedro
se puso nervioso y acelero los pasos hasta llegar al lugar antes mencionado.
Las tres chicas nos vieron de pies a cabeza. Es decir, un zambo, un gordo y un
chato es una combinación común en estos días y lo común es algo que muchas
veces las flacas no suelen elegir. Sin más me acerqué a la de pelo rubio y le
di un beso en la mejilla, las tres dejaron sus asientos de inmediato con
intención de golpearme. Me quedé parado y les dije que no lo hagan, que mejor
es el amor a la guerra y que los cuerpos sabrán encajar perfectamente si se
pone de su parte. Las tres sonrieron, extendí la mano a la rubia de vestido
morado y pelo alborotado. La tomó, caminamos un par de metros hasta llegar a la
vereda donde empecé a desvestirla y besarla. Pedro y Daniel al ver esta escena
hicieron lo mismo, Pedro se llevó a la bajita y algo rechoncha. Daniel a la
flaca y alta de pelo encrespado. Lo que paso está por demás decirlo. Sucedió lo
mismo que con la primera chica, al acabar volvieron a sus respectivos lugares
como si no hubiera pasado absolutamente nada. Pedrito era el que comenzaba a
contarnos su nueva experiencia mientras tenía una sonrisa de oreja a oreja,
Daniel por su parte no lograba entender nada de lo que estaba sucediendo en
aquel preciso momento, no lograba hacerse a la idea de que fuera tan sencillo
poder tomar a una mujer sin antes trabajarla. Les dije que no importaba, que
era un lugar para gozar y darnos de lleno a los que más quisiéramos en aquel
momento. Avanzamos unas cinco cuadras, cuando al ver un Bugatti Veyron color
negro estacionado a unos cincuenta metros de nosotros. Entendimos sin decir
nada lo que teníamos que hacer, nos acercamos rápidamente al auto e intenté
abrir la puerta del piloto algo desconfiado, para mi sorpresa la puerta estaba
sin seguro y las llaves estaban en el auto. Pedro y Daniel subieron también en
la parte trasera. Puse las llaves, encendí el motor, preparé todo, encendí la
radio del coche, sonaba Basket case de Green Day. Salí despacio por la enorme
avenida, sonreíamos como unos locos libres, empezamos con cincuenta kilómetros
por hora que rápidamente se convirtieron en ciento cincuenta, para dar paso en
tan solo ocho minutos a trecientos veinte kilómetros por hora. Íbamos cantando
y saltando apoderándonos de la pista y dejándonos llevar por la vos de Billie
Joe Armstrong, la batería de Tré y el bajo de Mike. Antes de que la canción
culmine nos encontrábamos quemando las pistas a cuatrocientos treinta kilómetros
por hora. Los muchachos estaban algo asustados, pero al estar en una carretera
lineal me sentía con la seguridad de solo avanzar y pisar el acelerador. Las
cosas iban bien, la velocidad dejando el sonido que había sentido cuando salté
del puente, cuando de pronto vimos la señal de una curva cerrada. Pedro y
Daniel gritaron:
¡FRENA MIERDA!
Pero ya era demasiado tarde, a esa velocidad el
impacto iba a ser potente y para colmo de males estábamos frente a una cueva.
Gritaron asustados, me asusté. En el preciso instante en que íbamos a
colisionar contra la pared de piedras cerré los ojos. Escuché el impacto, pero
no había dolor, me sentía completo. No quise abrir los ojos rápidamente por
miedo a ver el cuerpo de mis amigos cubierto de sangre o destruidos completamente.
Conté hasta cincuenta cuando los abrí. Me hallaba parado en el puente Angamos,
a doce cuadras de mi casa. Cuatrocientos treinta y un metros más allá un bus
había colisionado con un Toyota Yaris color verde, la gente gritaba y corría
para auxiliarlos mientras el bus comenzaba a cubrirse de fuego, a cincuenta
metros mi hermano corría en dirección a mí, al llegar tan solo dijo:
- Perdóname
chato, no fue mi intención.
Y entonces, sin decir nada. Lo abrace con todas las fuerzas
que pudiera tener en aquel momento.
-Narcisiliano Qatsuqui
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