viernes, 9 de marzo de 2018

EL CLUB DE LOS PIRÓMANOS.

Vagamos como dos tontos, cargando cada una de las calles que íbamos dejando, sobre nuestros hombros. Las esquinas y sus interminables preguntas, el cruce peatonal y todas las muertes imaginables. Vagamos, de arriba, de abajo. Por las calles desoladas, las casas y alguna anciana sentada en su balcón, una anciana triste en el balcón que solo tiene ante sus ojos ladrillo y más ladrillo. No importaban cuantos pasos se dieran aquella noche, no importaba absolutamente nada en aquel momento. Levantamos pasos, constantemente y tantas veces antes de llegar. Tres tipos me detuvieron, en tres lugares distintos. Tres veces repitieron las mismas palabras. Tu pelo, siempre tu pelo, tres veces halagaron tu pelo en medio del tráfico. Y tú: tranquilo viejo, es normal que lo digan, porque de verdad tengo un bello pelo, sí o no viejo. Y ellos, los tres, tres veces si morena es un bellísimo pelo. Pueda que haya sido un solo tipo el que apareció las tres veces. Pasamos por la plaza y te venían terribles ganas por llegar al teléfono de la esquina, ese cerca al tragamonedas en el que entramos y me dejaste esperando sentado frente a una máquina y me dediqué a verlos, tipos ansiosos que abrían los ojos pensando que eso llama al triunfo, que es un acto de buena suerte. Los veo ávidos de llenarse los bolsillos y salir con la frente en alta, por fin, pero no. Sus ojos reflejaban la tristeza por perder constantemente, por perder siempre, el rostro de todos en la sala comenzaba a llenarse de tristeza, otra ronda sin ganar. Y la anciana que siempre podrá ser otra, sentada en el balcón intentando recordar aquellos años mozos, volviendo a sentir sus pasos como los nuestros, tratando de llegar pronto y poder soltarse los grititos escondidos en el bolso, recuerda de seguro que las calles no tenían tantos ladrillos por aquel entonces, que durante la noche más oscura pudo arder libremente hasta volverse sudor, convertirse en algo cercano a las cenizas.
Qué largas se nos hacen las calles, qué pequeña es la ciudad que nos rodea. ¿Por qué no desaparecemos de una vez de tanto bullicio? me dices, me sudan las manos. Estoy nervioso, lo sabes y quieres invitarme una cerveza, sabemos que no será sólo una, desisto de todo trato. Seguimos andando, como dos perros que buscan un poco de agua en medio del desierto del sur, puertas cerradas, lugares llenos, callecitas cubiertas de basura, lodo y no quisiste ensuciarte en aquel lugar. Son mis mejores tacones, dijiste.
Caminamos dando vueltas por la avenida central, deteniendo nuestros pasos únicamente cuando algún auto se cruza frente a nosotros, Deteniéndonos para dejar pasar el auto que pudo arrollarnos, que pudo patinar y quedar dando campanadas en plena madrugada, puede que la caja de cambios se le acabe estropeando, que los muelles no funciones más y que sean nuestros cuerpos los que se interpongan en su camino.
Se hace tarde y lo único que ha ido subiendo han sido los años, los años y su vejez como único síntoma, los años y los vacíos ocultos en horario de trabajo.  La jornada cíclica de trabajo, dices. Porque para tus ojos la eternidad es detenerse a cada instante, escapando de cualquier rincón, enredarse entre verbo y carne, teñir el color de las paredes con historias y cuadros escondidos entre las manchas de la pared, blanca, siempre blanca.

Líneas, amarillas, blancas, líneas negras, negrísimas líneas. Nos dibujamos sobre piedras, pasto, tierra y sombras. Árboles que ya tienen nombres, los repites en tu cabeza, quizá más de tres veces y ahora sé que no serán solamente tres, que vendrán otros tipos y sabré estarme atento. Por suerte memoricé el rostro y la barba y el cabello cano y  su andar liviano, esquivando a los demás transeúntes, ebrio de alegría, saltando para evitar correr. Volvemos sin darnos cuenta al mismo muro, el lugar nos extrañaba tanto que al vernos floreció, casi de inmediato. Solté tu mano para acercarme a oler aquellas flores, demoré lo que se demora en apreciar un aroma, volví la cabeza pero ya era tarde, otra vez tarde, muy tarde porque las puertas estaban cerradas y los nervios se me iban contrayendo, era tarde porque ya el fuego iba apoderándose de todas las paredes y gran parte del techo.

El mismo viejo, sentado en el primer piso, mientras su mujer quien probablemente se encontraba recordando historias en el balcón, nos abrieron la puerta y nos permiten pasar. No se bebe en este lugar, no se grita en este lugar, no se corre en este lugar, no se canta en este lugar, no se recuerda anteriores muertes. Aquí se muere cada día. Nos entrega las llaves y te sonríe.

Dentro es arder como en una olla a presión, las paredes lo estrujen a uno cada vez que olvida su propio nombre. Entonces, tú, como tantas otras veces, cogiste el mechero verde que tenías en casa, prendiste. Me llevaste corriendo y alrededor el rótulo de las puertas eran las únicas que iban aumentando de cifra. cientocuarentayuno, cientocuarentaydos, siento los pies cansados, un vacío en el estómago me recuerda que aún estoy nervioso, que no podemos incendiar cualquier lugar solo porque querrámos.

Llegamos por fin, después de tanto andar, de tanto dejarnos entre el tráfico y el recuerdo de los fantasmas que desde ahora también nos seguirán por todos lados. Llegaste y ya nada te importo, ni siquiera el hecho de que podías maltratar tu cabello y ya no habría un cuarto tipo diciendo: Hey tío, mira que hermoso pelo tiene esa mulata.

Retiraste la tapa y dejaste que el combustible bañara todo el mechero, lo volviste a hacer unas tres veces hasta sentirte segura que realmente podría prenderlo. No demoró mucho, los fósforos, la mecha encendida, el mechero ingresando por una de las ventanas. Las cortinas cubiertas de fuego, la casa llena de humo, el calor que lo habitaba todo, la combustión que iba en a aumento, fuego. !Fuego! Gritaba la vieja que corría escalera abajo, gritando !Fuego! !Fuego! salgan todos que hay mucho fuego. Los ancianos se toparon con todas las puertas cerradas, las ventanas trancadas, se encontraron sin salida y llegaron al centro de la sala, mientras se cogían de las manos, sonreían, ambos, ella con sus recuerdos desde su balcón, él entre los diarios con los cambios políticos, con muertes y asesinatos cada vez más interesantes, cada vez más entretenidos.

Corrimos, otra vez, corrimos hasta la casa vacía donde muchos otros pirómanos se reunían. Pide algo para el calor, dijiste. Porque estabas aún ardiendo y el encendedor bailaba entre tus dedos. Bebimos dos o tres copas para sosegar la garganta.  Me avergonzaba preguntar si aquello no había sido un crimen, tenía miedo de saberme culpable, miedo de carbonizar a dos ancianos, más que miedo, la culpa que lo atrapa a uno como un pequeño calambre que dura dos a tres horas y que luego se agiganta.
Bebías, bebías por los dos, un tipo triste no debe de alcoholizarse, lo repetías siempre que ahora lo siento tan cierto.  Detuviste el quinto vaso, bebías como si no te importa el hecho de haber asesinado a un par de ancianos tristes, de una casa triste, de paredes blancas y pequeñas camas. Bebías acaso para poder olvidar
Esta vez incendiemos el cementerio, casi lo gritaste, mientras reías con las manos tapándote los ojos, porque seguro ya lo veías todo, con total claridad, por eso reías y te tapabas la cara, por eso reías y repetías por tercera vez: Esta vez el cementerio.
Me detuve, esperando respuestas, o al menos medias verdades. Con el vaso sobre la mesa, los tipos reunidos todos con ropa negra, bebidas claras. Noche que se extingue, podría decirse que eran las tres y veinticinco de la mañana.
¿Qué te sucede?, dijiste y tu voz sonó tan fuerte que me hizo temblar. ¿Será acaso que te dan lástima esos dos viejos?, pensé que lo sabías. Y sus ojos volvieron a la bebida, respiró tan profundamente que los demás parecieron notarlo, dos de ellos intentaron levantarse, seguramente a decir también que hermoso pelo mulata, que hermoso pelo. Y tú, como tantas otras veces sólo sonreirías y optarías por andar con pasito de gacela, con tanta delicadeza que los peatones se ponían a gritar para que por favor se apurara.
Pensé que lo sabías, repetiste una vez más. Pensé que lo sabías. Mi trabajo es asesinar a personas que no tienen nada por lo cual vivir, ellos estaban tan viejos y tan cansados, al parecer lo conversaron y se dieron cuenta que ya nada podría pasar en sus vidas, se sentían miserables puesto que sus hijos, si, tenían dos hijos. Un varón y una mujer que ahora es madre y se ha olvidado de ellos, el varón que intentó vender la propiedad cuando su padre enfermó. Por eso se sentían miserables y llegaron a este lugar, justo a esta mesa en la que estamos sentados y bebemos, perdón, bebo. Me parece muy bien que ya no bebas en esta ocasión. Me parece bueno, realmente bueno. Sí,  aquí mismo se sentaron y pidieron un poco de pisco puro y una botellita de agua mineral para ella. Quería que todo pareciera un accidente, pues el amor de los padres, sobretodo de la madre quien se negaba en dejar la propiedad que seguramente les causara problemas, optó por asegurarla contra cualquier accidente dejando como beneficiarios a sus dos hijos. Por eso bajaron rápidamente y se abrazaron en la sala, seguro se despedían. Bebiste nuevamente. Tienes que entender nene que este negocio es así, a veces uno no entiende a los clientes.
Ah por cierto, mientras te tapabas los ojos, nuevamente, evitando así que pueda verle esos ojos jubilosos. Será esta vez un cementerio y descuida el que nos contrató también está cansado de lidiar todos los días con los muertos.





-Melvin Jara

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