Vagamos como dos
tontos, cargando cada una de las calles que íbamos dejando, sobre nuestros
hombros. Las esquinas y sus interminables preguntas, el cruce peatonal y todas
las muertes imaginables. Vagamos, de arriba, de abajo. Por las calles
desoladas, las casas y alguna anciana sentada en su balcón, una anciana triste
en el balcón que solo tiene ante sus ojos ladrillo y más ladrillo. No importaban
cuantos pasos se dieran aquella noche, no importaba absolutamente nada en aquel
momento. Levantamos pasos, constantemente y tantas veces antes de llegar. Tres
tipos me detuvieron, en tres lugares distintos. Tres veces repitieron las
mismas palabras. Tu pelo, siempre tu pelo, tres veces halagaron tu pelo en
medio del tráfico. Y tú: tranquilo viejo, es normal que lo digan, porque de
verdad tengo un bello pelo, sí o no viejo. Y ellos, los tres, tres veces si
morena es un bellísimo pelo. Pueda que haya sido un solo tipo el que apareció
las tres veces. Pasamos por la plaza y te venían terribles ganas por llegar al
teléfono de la esquina, ese cerca al tragamonedas en el que entramos y me
dejaste esperando sentado frente a una máquina y me dediqué a verlos, tipos
ansiosos que abrían los ojos pensando que eso llama al triunfo, que es un acto
de buena suerte. Los veo ávidos de llenarse los bolsillos y salir con la frente
en alta, por fin, pero no. Sus ojos reflejaban la tristeza por perder
constantemente, por perder siempre, el rostro de todos en la sala comenzaba a
llenarse de tristeza, otra ronda sin ganar. Y la anciana que siempre podrá ser
otra, sentada en el balcón intentando recordar aquellos años mozos, volviendo a
sentir sus pasos como los nuestros, tratando de llegar pronto y poder soltarse
los grititos escondidos en el bolso, recuerda de seguro que las calles no
tenían tantos ladrillos por aquel entonces, que durante la noche más oscura
pudo arder libremente hasta volverse sudor, convertirse en algo cercano a las
cenizas.
Qué largas se nos
hacen las calles, qué pequeña es la ciudad que nos rodea. ¿Por qué no
desaparecemos de una vez de tanto bullicio? me dices, me sudan las manos. Estoy
nervioso, lo sabes y quieres invitarme una cerveza, sabemos que no será sólo
una, desisto de todo trato. Seguimos andando, como dos perros que buscan un
poco de agua en medio del desierto del sur, puertas cerradas, lugares llenos, callecitas
cubiertas de basura, lodo y no quisiste ensuciarte en aquel lugar. Son mis
mejores tacones, dijiste.
Caminamos dando
vueltas por la avenida central, deteniendo nuestros pasos únicamente cuando algún
auto se cruza frente a nosotros, Deteniéndonos para dejar pasar el auto que
pudo arrollarnos, que pudo patinar y quedar dando campanadas en plena
madrugada, puede que la caja de cambios se le acabe estropeando, que los
muelles no funciones más y que sean nuestros cuerpos los que se interpongan en
su camino.
Se hace tarde y lo único
que ha ido subiendo han sido los años, los años y su vejez como único síntoma,
los años y los vacíos ocultos en horario de trabajo. La jornada cíclica de trabajo, dices. Porque
para tus ojos la eternidad es detenerse a cada instante, escapando de cualquier
rincón, enredarse entre verbo y carne, teñir el color de las paredes con
historias y cuadros escondidos entre las manchas de la pared, blanca, siempre
blanca.
Líneas, amarillas,
blancas, líneas negras, negrísimas líneas. Nos dibujamos sobre piedras, pasto,
tierra y sombras. Árboles que ya tienen nombres, los repites en tu cabeza,
quizá más de tres veces y ahora sé que no serán solamente tres, que vendrán
otros tipos y sabré estarme atento. Por suerte memoricé el rostro y la barba y
el cabello cano y su andar liviano,
esquivando a los demás transeúntes, ebrio de alegría, saltando para evitar
correr. Volvemos sin darnos cuenta al mismo muro, el lugar nos extrañaba tanto
que al vernos floreció, casi de inmediato. Solté tu mano para acercarme a oler
aquellas flores, demoré lo que se demora en apreciar un aroma, volví la cabeza
pero ya era tarde, otra vez tarde, muy tarde porque las puertas estaban
cerradas y los nervios se me iban contrayendo, era tarde porque ya el fuego iba
apoderándose de todas las paredes y gran parte del techo.
El mismo viejo, sentado en el primer piso, mientras su mujer
quien probablemente se encontraba recordando historias en el balcón, nos
abrieron la puerta y nos permiten pasar. No se bebe en este lugar, no se grita
en este lugar, no se corre en este lugar, no se canta en este lugar, no se
recuerda anteriores muertes. Aquí se muere cada día. Nos entrega las llaves y
te sonríe.
Dentro es arder
como en una olla a presión, las paredes lo estrujen a uno cada vez que olvida
su propio nombre. Entonces, tú, como tantas otras veces, cogiste el mechero
verde que tenías en casa, prendiste. Me llevaste corriendo y alrededor el rótulo
de las puertas eran las únicas que iban aumentando de cifra.
cientocuarentayuno, cientocuarentaydos, siento los pies cansados, un vacío en
el estómago me recuerda que aún estoy nervioso, que no podemos incendiar
cualquier lugar solo porque querrámos.
Llegamos por fin,
después de tanto andar, de tanto dejarnos entre el tráfico y el recuerdo de los
fantasmas que desde ahora también nos seguirán por todos lados. Llegaste y ya
nada te importo, ni siquiera el hecho de que podías maltratar tu cabello y ya
no habría un cuarto tipo diciendo: Hey tío, mira que hermoso pelo tiene esa
mulata.
Retiraste la tapa y dejaste que el combustible bañara
todo el mechero, lo volviste a hacer unas tres veces hasta sentirte segura que
realmente podría prenderlo. No demoró mucho, los fósforos, la mecha encendida,
el mechero ingresando por una de las ventanas. Las cortinas cubiertas de fuego,
la casa llena de humo, el calor que lo habitaba todo, la combustión que iba en
a aumento, fuego. !Fuego! Gritaba la vieja que corría escalera abajo, gritando
!Fuego! !Fuego! salgan todos que hay mucho fuego. Los ancianos se toparon con
todas las puertas cerradas, las ventanas trancadas, se encontraron sin salida y
llegaron al centro de la sala, mientras se cogían de las manos, sonreían,
ambos, ella con sus recuerdos desde su balcón, él entre los diarios con los
cambios políticos, con muertes y asesinatos cada vez más interesantes, cada vez
más entretenidos.
Corrimos, otra vez,
corrimos hasta la casa vacía donde muchos otros pirómanos se reunían. Pide algo
para el calor, dijiste. Porque estabas aún ardiendo y el encendedor bailaba
entre tus dedos. Bebimos dos o tres copas para sosegar la garganta. Me avergonzaba preguntar si aquello no había
sido un crimen, tenía miedo de saberme culpable, miedo de carbonizar a dos
ancianos, más que miedo, la culpa que lo atrapa a uno como un pequeño calambre
que dura dos a tres horas y que luego se agiganta.
Bebías, bebías por
los dos, un tipo triste no debe de alcoholizarse, lo repetías siempre que ahora
lo siento tan cierto. Detuviste el
quinto vaso, bebías como si no te importa el hecho de haber asesinado a un par
de ancianos tristes, de una casa triste, de paredes blancas y pequeñas camas. Bebías
acaso para poder olvidar
Esta vez incendiemos
el cementerio, casi lo gritaste, mientras reías con las manos tapándote los
ojos, porque seguro ya lo veías todo, con total claridad, por eso reías y te
tapabas la cara, por eso reías y repetías por tercera vez: Esta vez el
cementerio.
Me detuve,
esperando respuestas, o al menos medias verdades. Con el vaso sobre la mesa,
los tipos reunidos todos con ropa negra, bebidas claras. Noche que se extingue,
podría decirse que eran las tres y veinticinco de la mañana.
¿Qué te sucede?,
dijiste y tu voz sonó tan fuerte que me hizo temblar. ¿Será acaso que te dan
lástima esos dos viejos?, pensé que lo sabías. Y sus ojos volvieron a la
bebida, respiró tan profundamente que los demás parecieron notarlo, dos de
ellos intentaron levantarse, seguramente a decir también que hermoso pelo
mulata, que hermoso pelo. Y tú, como tantas otras veces sólo sonreirías y optarías
por andar con pasito de gacela, con tanta delicadeza que los peatones se ponían
a gritar para que por favor se apurara.
Pensé que lo
sabías, repetiste una vez más. Pensé que lo sabías. Mi trabajo es asesinar a
personas que no tienen nada por lo cual vivir, ellos estaban tan viejos y tan
cansados, al parecer lo conversaron y se dieron cuenta que ya nada podría pasar
en sus vidas, se sentían miserables puesto que sus hijos, si, tenían dos hijos.
Un varón y una mujer que ahora es madre y se ha olvidado de ellos, el varón que
intentó vender la propiedad cuando su padre enfermó. Por eso se sentían
miserables y llegaron a este lugar, justo a esta mesa en la que estamos
sentados y bebemos, perdón, bebo. Me parece muy bien que ya no bebas en esta
ocasión. Me parece bueno, realmente bueno. Sí,
aquí mismo se sentaron y pidieron un poco de pisco puro y una botellita
de agua mineral para ella. Quería que todo pareciera un accidente, pues el amor
de los padres, sobretodo de la madre quien se negaba en dejar la propiedad que
seguramente les causara problemas, optó por asegurarla contra cualquier
accidente dejando como beneficiarios a sus dos hijos. Por eso bajaron
rápidamente y se abrazaron en la sala, seguro se despedían. Bebiste nuevamente.
Tienes que entender nene que este negocio es así, a veces uno no entiende a los
clientes.
Ah por cierto, mientras
te tapabas los ojos, nuevamente, evitando así que pueda verle esos ojos
jubilosos. Será esta vez un cementerio y descuida el que nos contrató también
está cansado de lidiar todos los días con los muertos.
-Melvin Jara
No hay comentarios:
Publicar un comentario