XIII
Nuestra casa pertenece a la parroquia del Calvario. La cerraron desde la misma fecha que las otras.
Recuerdo aquel día de luto. La soldadesca derribó el altar a culatazos y encendió una fogata a media calle para quemar los trozos de madera. Ardían retorciéndose, los mutilados cuerpos de los santos. Y la plebe disputaba con las manos puestas sobre las coronas arrancadas a aquellas imágenes. Un hombre ebrio pasó rayando el caballo entre el montón de cenizas. Y desde entonces todos temblamos esperando el castigo.
Pero las imágenes del Calvario fueron preservadas. Las defendió su antigüedad, los siglos de devoción. Y ahora la polilla come de ellas en el interior de una iglesia clausurada.
El Presidente Municipal concede, aunque de mala gana, que cada mes una señora del barrio se encargue de la limpieza. Toca el turno a mi madre. Y vamos, con el séquito de criadas, cargando las escobas, los plumeros, los baldes de agua, los trapos que son necesarios para la tarea.
Rechina la llave dentro de la cerradura enmohecida y la puerta gira con dificultad sobre sus goznes. Lo suficiente para dejarnos pasar. Luego vuelve a cerrarse.
Adentro !qué espacio desolado! Las paredes altas, desnudas. El coro de madera toscamente labrada. No hay altar. En el sitio principal, tres crucifijos enormes cubiertos con unos lienzos morados como en la cuaresma.
Las criadas empiezan a trabajar. Con las escobas acosan a la araña por los rincones y desgarran la tela preciosa que tejió con tanto sigilo, con tanta paciencia. Vuela un murciélago ahuyentado por esta intrusión en sus dominios. Lo deslumbra la claridad y se estrella contra los muros y no atina con las vidrieras rotas de las ventanas. Lo perseguimos, espantándolos con los plumeros, aturdiéndolo con nuestros gritos. Logra escapar y quedamos burladas, acezando.
Mi madre nos llama al orden. Rociamos el piso para barrerlo. Pero dispone a limpiar las imágenes con gamuza. Quita el paño que cubre a una de ellas y aparece un Cristo largamente martirizado. Pende de la cruz, con las coyunturas rotas. Los huesos casi atraviesan su piel amarillenta y la sangre fluye con abundancia de sus manos, de su costado abierto, de sus pies traspasados. La cabeza cae inerte sobre el pecho y la corona de espinas le abre, allí también, incontables manantiales de sangre.
La revelación es tan repentina que me deja paralizada. Contemplo la imagen un instante, muda de horror. Y luego me lanzo, como ciega hacia la puerta. Forcejeo violentamente, la golpeo con mis puños, desesperada. Y es en vano. La puerta no se abre. Estoy cogida en la trampa. Nunca podré huir de aquí. Nunca. He caído en el pozo negro del infierno.
Mi madre me alcanza y m toma por los hombros, sacudiéndome.
-¿Qué te pasa?
No puedo responder y me debato entre sus manos, enloquecida de terror.
-¡Contesta!
Me ha abofeteado. Sus ojos relampaguean de alarma y de cólera. Algo dentro de mí se rompe y se entrega, vencido.
-Es igual (digo señalando al crucifijo), es igual al indio que llevaron macheteado a nuestra casa.
ROSARIO CASTELLANOS
Nació en Ciudad de México, en 1925. Sin embargo, su infancia y adolescencia transcurrieron en comitán, un pueblo del estado de Chiapas. De manera natural, su obra se nutrió del ambiente que animaba a esa región, donde a la vez que se arraigan fuertemente las costumbres indígenas, las formas coloniales siguen vigentes.
Así, sus novelas. Junto con su colección de cuentos conforman lo que la crítica ha llamado "El ciclo de Chiapas" una de las más destacadas manifestaciones de la literatura indigenista.
Escritora multifacética, su extensa obra incluye, además de importantes poemarios, recopilados de su larga vida.