viernes, 27 de enero de 2017

SOMBRAS NADA MAS.





Aún recordaba todo, por eso el maldito tema sonando nuevamente, la habitación estaba limpia, impecable, la cama tendida sin ninguna arruga, los zapatos en su lugar y todos lustrados, las camisas planchadas y colgadas pulcrísimas, todo se veía bien ese día, solo el maldito tema repitiéndose nuevamente, la recordaba sin duda.
Su padre lo había llamado tres veces, no había respondido, volvía a sonar el móbil, su padre nuevamente. Era raro incluso para él observar tantas llamadas de su padre, hace ya unos siete años que ni se hablaban, mientras sonaba recordaba esa tarde cervezas en mano:

-¡Decídete de una maldita vez!
-Lo siento, no puedo.
-Carajo, siempre es lo mismo contigo.  

Y ambos abandonaron la banqueta del parque, dejando solo unas botellas vacías en su lugar.
Después de esa tarde no volvió a saber nada de su padre, por eso era raro las cuatro llamadas perdidas en medio de esa tarde. Acababa el tema y volvía a sonar nuevamente, aunque ahora sonaban dos cosas al mismo tiempo, el móbil y el tema, juntos, en completa coordinación.
Para contestar había que darle pausa al reproductor, para seguir oyendo la canción habría que apagar el teléfono, optó por responder:

-Buena tarde, ¿padre?
-Te he llamado cuatro veces, ¿qué pasa?
-Nada.
-Ven a la plaza, urgente, necesito hablar contigo sobre lo que pasó aquella tarde.
-¿En estos momentos?
-Sí, te espero.

Dejó todo en pause, el volumen ni lo tocó, se paró, abrió el armario y sacó una de sus camisas recién planchadas, tenía la sensación de que lo había hecho todo premeditadamente, que sabía lo que pasaría en la plaza de armas, seguro dos o tres cervezas nuevamente hasta que toquen el tema y ambos, padre e hijo tendrían la misma mueca en el rostro, el mismo gesto con las manos, la misma mirada con esas pupilas dilatadas como si les importase la conversación, solo tres cervezas, la cuarta siempre acaba siendo la detonante después de todo, se decía a sí mismo ya en la calle, andando acabando de abotonar la camisa.
El camino fue silencioso, y no porque las calles estén muertas y vacías, era un silencio abstraído de todo sonido, los autos y sus llantas, los semáforos y los pasos de cebra, las tiendas comerciales y los puestitos pequeños con sus caseras en cada esquina, las veredas y su caballerismo de dejar el lado de la pista vacía, las conversaciones apresuradas en la esquina, silbidos y berrinches tanto de niños como de adultos que creen que eso es ser niño.

Llegó y para su sorpresa su padre ya había bebido dos cervezas, dejando cuatro latas intactas, acababa de sorber el último cuando lo vio llegar, destapo dos latas más, entregando una a su hijo, padre e hijo con cuatro latas de cerveza, hijo y padre con latas de cerveza que durarán cuatro sorbos. Tampoco dijeron nada, concentrados en sus bebidas, como si fuera un competencia donde el que haga menos ruido al beberlas ganará.

Acabaron las cuatro cervezas, el padre se levantó del banco y avanzó, ambos avanzaron, también sin decirse nada, eran como el cuerpo y la sombra, con las mismas muecas, los mismos gestos, hasta en los pasos eran idénticos. Llegaron a puertas de un bar, a tres cuadras de la plaza, dejaron atrás el ex cine Cavero que ahora era tan solo un templo pentecostés, la plazuela seguía como la última vez, un anfiteatro vacío y lleno de bolsas de snacks. 

El bar estaba lleno, pero parecía vacío pues cada quien estaba inmerso en su propia bebida, en su propio bullicio interno.

-Tres cervezas por favor.

-Enseguida señor, se escuchó al fondo, mientras abría la refrigeradora y sacaba la espumosa bebida. Se sentaron cerca de la puerta, ambos preparados para huir cuando algo se les escape de las manos.
Aquí tienen señores.
Dejó las cervezas, los vasos y se fue.

-La otra vez nos fuimos sin decir nada, han pasado ya buena cantidad de años.
-¿Quieres que hablemos de ello?
-Esta vez creo que sí.
-Perfecto, pero si primero te sirves un poco.
Las botellas se quedaron vacías, pero la sed que sentían iba aumentando, ambos, necesitando una cerveza más, para romper la ley de hielo que congelaba la mesa.
-Creo que no podré decir nada, como la otra vez.
-¿Qué te hace creer eso?
- Pues el hecho que pediste tres más y solo estamos hablando de ello
-¿Te jode que pida más cervezas?
-No, quizá luego podamos hablar algo.
-Y si no nos decimos nada, ¿sería malo?
-No, después de todo, no es lo peor que me  pasado.


Y acabaron otras tres cervezas más, en el fondo un tipo pequeño se acercaba a la rockola, se demoró unos tres minutos en escoger sus tres canciones, cuando empezó a sonar no hubo más que decir. Volvían a poner el mismo tema, el mismo vaso seguía llenándose de más cerveza, la mesa tenía los pelitos de punta por tanto silencio, las botellas frías, la misma canción de siempre, de toda la vida…


MELVIN JARA

sábado, 21 de enero de 2017

LAS CUATOCIENTAS ESPADAS DEL BRANDY - Rafael Chaparro Madeido



Me mataste. Eso es lo único que sé. También sé que estoy en el cielo. Por fortuna. Llevaba diez minutos de muerta y me pediste un cigarrillo. Yo busqué en mi cartera y te ofrecí uno de mis mentolados. Lo encendiste y te fuiste al balcón y lo fumaste en silencio mientras los fogonazos silenciosos del cigarro te iluminaban los ángulos del rostro. Afuera llovía. Era una lluvia mezclada con los pasos de los gatos que se deslizaban por los techos buscando un poco de calor. Me mataste en una noche de lluvia. Eso había sido demasiado para ti. Nunca has soportado la lluvia, ni los Stones más allá de las once de la noche. Después de las seis no puedes soportar las películas inglesas, ni los cafés cargados. Eres extraño Spada. Muy extraño. Ese día que me mataste me llamaste desde algún teléfono del parque Giordano Bruno y me dijiste hey baby vamos a ver Naked de Mike Leigh y yo te dije, pobre idiota ilusa, claro baby nos vemos a las seis en la estación de metro Radio City.
Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado. Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito beso que explotó en le núcleo del aire, puff!, y desapareció para siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes negras que olían a heroína con orines. Más tarde nos encontramos en Londres. Estabas en el parque. Las palomas grises hacían maniobras confusas en el aire precario de la tarde y el olor de la lluvia me entró a los pulmones y me intoxicó. Caminamos por la trece y el conjunto de las luces, el conjunto de los rostros y de los olores nos marearon lentamente. Las campanas de Lourdes empezaron a sonar en el tejido del aire. En el aire había latidos. Grandes latidos. Latidos. Latidos de un corazón invisible, herido y borracho que bombea tinieblas sobre la lluvia, sobre la noche.
Antes de entrar a cine tomamos un café donde los árabes. Sensación conocida: café cargado, negro, espeso, un cigarrillo. Una conversación banal. Un golpe en el estómago. Mierda. Adrenalina pura. Subordinación. Escalofrío. Un tabaco. Un Marlboro. Otro café. Un beso. Un silencio. Un golpe en la cabeza. Salimos del café mareados, aturdidos, y el ruido de la ciudad nos abaleó el pecho y las miradas. Me dieron ganas de que te largaras para la mierda, pero dada la casualidad de que íbamos a ver Naked de Mike Leigh y entonces sentí y entonces sentí en el corazón cuatrocientos golpes, cuatrocientos golpes de brandy, cuatrocientos golpes de lluvia, cuatrocientos golpes de heroína, cuatrocientos golpes de sangre, de carne, de pólvora, de humo azul, cuatrocientos golpes de tristeza, cuatrocientos golpes de cuatrocientas aves muertas revoloteando en mi pecho.
En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamerto Una pareja de viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y las chicas universitarias con cara de que no se las habían comido en meses por estar viendo películas para solitarios todas las noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando en las nubes confusas de los días como aviones absurdos, perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se te llenaba la boquita de heroína y saliva negra. Un man bacano, ese Johnny.
Entonces llegamos a tu apartamento. Me metiste tres balazos en el corazón. Once de la noche. Me mataste. Después fumamos, tomamos un café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos atravesados por cuatrocientas espadas brillantes antes del café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos llenos de humo, dos cuerpos desnudos atropellados por la alucinación, dos cuerpos desnudos con la sangre llena de perros atroces, dos cuerpos desnudos naufragando en alguna ola de la marea de la noche, dos cuerpos oscuros fulgurando antes de apagarse para siempre el reflejo caliente de la lluvia. A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a ver. Pura mierda.
Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me fui bien muerta. Lo último que me acuerdo eres tú fumando y yo sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad del túnel. Es verdad. Me mataste. Y estoy en el cielo, tal como tú querías. En el cielo. Tal como querían mis padres y tú. Muerta, en el cielo. Ahora he vuelto. Estoy en el balcón. Tú acabas de regresar del cine. Me ves. Te detienes. Te acercas. Me observas en silencio. Fumas un cigarrillo. No has cambiado mucho baby. Abres la ventana. Afuera llueve. Me acaricias la cabeza con suavidad. Me dejo tomar en tus manos y me pones frente a ti. Entonces te clavo el pico en un ojo y la sangre brota lentamente. Mierda. Te saco el otro ojo. Afuera llueve y las luces de la ciudad son peces suicidas que se destrozan en las aguas sucias y turbulentas de la tiniebla. Estás tirado en la mitad del salón y el viento frío de la noche te cubre. Llevas diez minutos muerto. Yo llevo diez minutos convertida en paloma.



RAFAEL CHAPARRO MADEIDO .-

Un tipo más bien tímido, anteojudo, ochentoso, amante de los gatos, fumador de varias cajas de cigarrillos por día, comedor de hamburguesas y perros calientes; un sujeto que escuchaba rock a toda hora, incluso mientras escribía (Chaparrock, le decían sus amigos) Que no era ni drogadicto ni alcohólico, aunque le gustaba el whisky (a quién no), y sin embargo escribía casi exclusivamente de drogadictos, alcohólicos y toda clase de sujetos al margen de la ley, a la deriva, fracasados, siempre a punto de estrellarse contra su propio destino. Un tipo que a los veinte años le fue diagnosticado Lupus, enfermedad autoinmune que once años después acabaría con su vida. Todo esto, junto con una escritura proliferante, excesiva y alucinada, con sus paisajes de una Bogotá desenfocada en technicolor, hicieron de Rafael Chaparro Madiedo (Bogotá, 1963-1995) y su novela Opio en las nubes, un autor de culto en Colombia, lo que quiere decir un autor oculto durante muchos años, esa raza de escritores cuya obra y vida parecen siempre cruzadas por un destino prematuro, trágico y angelical.

Cuenta la leyenda que Chaparro escribió Opio en las nubes después de habérsele diagnosticado el Lupus. Los médicos le pronosticaron pocos años de vida y estos fueron empleados en escribir su novela más famosa, pero también le alcanzó para escribir otra, El pájaro Speedy y su banda de corazones maleantes, y además un buen puñado de cuentos, más de trescientos artículos de prensa, y colaborar como guionista para programas de televisión. Chaparro, pues, escribió a contra reloj y como quien dice, con la muerte en los talones.

lunes, 16 de enero de 2017

MATERNIDAD


A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. "Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo -la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que seria una brillante carrera", se lamenta el padre rector, en el discurso de clausura. Pepito Torres hizo un viaje repentino Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo publico por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radiopatrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro. Manolin Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos "entrelazados", pero el periódico no explicaba como. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasívamente: "Vemos como crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge. Recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido ambos. No seremos víctimas en vano. Mejoraran los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el rìo". Yo nunca pense‚ que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julian, a la bocana del Océano Pacifico. encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzarla línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aun la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julian le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe como regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente ahora le cercenaba el coxis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: "es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido", decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabia que‚ sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto. "Haré‚ mi afirmación de vida", pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. "Haré‚ mi afirmación de vida".




Luis Andrés Caicedo Estela.-  (1951-1977)
Nació en Cali-Colombia un 29 de septiembre y murió en el mismo Cali el 4 de marzo de 1977. Cali ciudad en la que paso mayor parte de su vida y de su obra.
Alguna vez Andrés Caicedo dijo que vivir más allá de los 25 años era una vergüenza. Y lo cumplió, muriendo a los 25 años de edad luego de ingerir sesenta seconales, quedándose recostado sobre su máquina de escribir y junto al primer ejemplar de su primera novela "Qué Viva la Música".
Escritor y Cineasta que impulsado por la idea de llegar a la celebridad a los 20 años, comenzó desde pequeño a escribiendo disciplinadamente desde los 10 años.  A finales de los sesenta se conocieron sus primeras piezas dramáticas: "La piel del otro héroe" y "Recibiendo al nuevo alumno"; al mismo tiempo montó piezas como "La noche de los asesinos", de José Triana y "Las sillas", de Eugenio Ionesco; también adaptó al teatro "Moby Dick", la novela de Hermann Melville. Mientras tanto, empezaban a aparecer sus primeros cuentos en los suplementos dominicales de los periódicos de Cali. 
Andrés Caicedo era un adicto al cine; fundó y dirigió acompañado de otros amigos el Cine-Club de Cali, primero en la sala del Teatro Experimental de Cali (TEC), después en el Teatro Alameda, y finalmente en el San Fernando. En 1972 intentó llevar al cine su guión Angelita y Miguel Angel, pero este fue un intento frustrado. Consignó su experiencia como espectador de cine en artículos de prensa aparecidos en El Diario de Occidente y El Pueblo, de Cali; y después comenzó a publicar la revista Ojo al Cine, que se convertiría en 1974 en la revista especializada más importante del país, pero sólo llegó a editar cinco números de ella.

Caicedo era un trabajador compulsivo. Por sus diarios observamos que sus horarios eran estrictos en lo que tenía que ver con lecturas, montajes teatrales y escritura. Desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas de la noche, Andrés parecía no pensar en otra cosa que en forjar su propia obra, inventar su propio universo, darle vuelta a sus propios caprichos y tratar de acumular la mayor cantidad de escritos, películas vistas y obsesiones, para llegar bien armado a la hora de la muerte.

En 1969 Caicedo escribió siete versiones del cuento "Los dientes de Caperucita", ganador del segundo premio del Concurso Latinoamericano de la Revista Imagen de Caracas. En 1972, el relato "El tiempo de la ciénaga" fue laureado en el concurso Universidad Externado de Colombia de Bogotá. En 1974 viajó a Estados Unidos con cuatro guiones de largometraje escritos por él y dispuesto a vendérselos a Roger Corman, director que admiraba profundamente; sin embargo, aunque traducidos por su hermana, los guiones nunca llegaron a manos de Corman.

En Estados Unidos, Caicedo se dedicó a ver cine, comenzó a escribir la única novela que terminó: "Que viva la música!", inició un diario que pretendía convertir en novela (Pronto: "Memorias de una cinesífilis"), y profundizó su afición por la música (blues y rock, especialmente los Rolling Stones). Regresó a Colombia y en 1975, con el patrocinio de su madre, publicó el relato "El atravesado". Siguió escribiendo compulsivamente y entregó a Colcultura la versión final de "Que viva la música!" para su publicación. Alcanzó a recibir un ejemplar de la novela, antes de suicidarse en la tarde del 4 de marzo de 1977

por: LUIS CARLOS MOLINA

martes, 3 de enero de 2017

SOLO UN NIÑO


Ese niño era malo, dejaba las cosas tiradas, los juguetes regados por todos lados. Ese niño rebuscaba toda la casa hasta encontrar algo con lo que le interese jugar, dejaba  en desorden total. Era un niño malo y no es que lo diga solo porque desordenaba las cosas, no, era malo porque no dejaba jugar a los demás, se apoderaba de todo y era el más travieso de todos, es que dejaba todo regado. Las cajas acababan revueltas, sacaba todo lo que estaba alrededor, no se imaginan todo lo que él hacía. Es que dejaba todo tirado, rebuscaba en toda la casa y no era porque quisiera hacerlo, solo rebuscaba intentando encontrar algo con lo que pueda jugar. Era un niño, en sí no era malo, solo era un niño que buscaba entre todas las cajas. Jamás hubo niño tan malo ni tan bueno. En verdad no sabría decir si era bueno o quizá malo, es que solo se dedicaba a rebuscar. Rebuscaba entre las cajas, las maletas y en todas las esquinas. Un niño curioso tan solo. Ahora que lo pienso bien no era ni bueno ni malo, pero yo creía con total convicción que era malo, pero quién no podría creerlo si destrozaba todo y no dejaba nada en buen estado. Es que los niños son así, me repetía mi madre mientras me pedía ayudarla a limpiar el desorden que dejaba, yo apretaba los dientes lleno de cólera porque no entendía como un niño bueno podría hacer todo eso, siempre lo culpe de ser malo, decía a todos los vecinos que no lo dejen entrar a su casas, pues para mí era malo, aunque no era malo ni bueno, tan solo era un niño. En verdad destrozaba todo y esperaba con su sonrisita, sentadito a un lado con ojos enormes y balbuceando alguna que otra palabra, no solo rebuscaba entre algunas cajas, no, rebuscaba en todas y dejaba regado todo, mamá llegaba y encontraba todo regado y comenzaba a gritar, culpándome siempre, nunca lo culpo a él, pues era solo un niño, era siempre yo el que pagaba los platos rotos, pero ¡válgame dios! solo era un niño, los niños no conocen del bien ni del mal, por eso lo perdonaron muchas veces, por eso lo perdone yo y a regañadientes porque la culpa solo la cargaba yo, el niño salía libre de todo y era yo quien limpiaba el desorden. Por eso para mí era malo, para mi madre no, pues era tan solo un niño. Llegaba al hogar y mis carros esperaban tirados por toda la casa, los robots destrozados, brazos y piernas apartados unos del otro, era malo para mí, era muy malo, pero para los mayores de la casa no lo era, era solo un niño, a pesar de que destrozaba mis juguetes, era triste llegar a casa después de la jornada escolar y toparse con cuadros de muñecos degollados, tirados, pedazos de ellos en cada espacio de la habitación acompañados, claro está, de la sonrisa del nene que está sentado, agitando aún las manos con alguna parte del último juguete, pero no era malo, mucho menos era bueno. Con decirles que una vez quemó todos los muñecos recortables que había coleccionado, eran muchos, eran dos libros enteros con muñequitos de muchos animes, tenía mucho tiempo libre por eso los veía a menudo,  todos acabaron en llamas, con la misma sonrisa del niño que no podía ser malo ante los ojos de la mayoría, como tampoco bueno ante los míos, ¿qué era entonces? Llegar y encontrar la colección que tardaste meses en conseguir convertido en cenizas y polvo, horas de caminatas perdidas, pues dejaba de subir al micro y caminaba treinta y dos cuadras y media hasta llegar al portón verde y tocar tres veces para darse con la sorpresa de que la colección que duro meses está convertida en polvo y cenizas,  fueron largas jornadas pero para los mayores el niño no era malo,  pero había quemado todo el esfuerzo de meses y meses con caminatas bajo el inmenso sol,  era solo un niño después de todo y no se le podía culpar ni recriminar absolutamente nada, aunque siempre acababa con una sonrisita maléfica, saltando sobre las cenizas que quedaban regadas. Así son los niños decían todos y se volcaban a sus conversaciones donde priman las deudas y algunas sustancias que acrecentaba sus pupilas, todos con copas y paquetes de cigarro de múltiples colores, ocupados en ellos mismos, incapaces de culpar al pobre niño que había quemado y destruido todos los juguetes, rebuscado entre las cajas y todos los rincones. Solo una criatura, un niño, por eso no podía ser ni malo ante los ojos de los demás ni bueno ante los míos. Valga niñería con la que salen a veces los adultos.

MELVIN JARA.


(crónica de un niño solo )